SUSPENSO EMOCIONAL
La tercera película de Ana Katz confirma su talento como directora, así como también el de muchos de sus intérpretes; una película cuyas virtudes mayores tienden a escabullirse de una mirada temprana, pues se trata de un film importante en el contexto del cine nacional.
Los planos iniciales de Los Marziano expresan un juego estético y un sentido del suspenso. En cuatro planos, su directora, Ana Katz, sitúa simbólicamente a Luis (Arturo Puig), uno de los Marziano, que es médico, buen mozo, rico, casado, con dos hijos mellizos jóvenes y una mujer que lo ama. Vive en un country cerrado y le gusta jugar al golf. Los planos generales delimitan un territorio y un concepto sociológico. Inmediatamente, los planos subsiguientes introducen al otro hermano, Juan (Guillermo Francella): vive en Misiones, conduce un ciclomotor, busca trabajo, tiene una hija en Buenos Aires; en este pasaje se lo ve con una mujer más joven y una niña, vínculo que no se explicita. En algún momento, Luis caerá en un pozo. En otro pasaje, Juan no podrá leer una señal de una ruta.
En el lucido y lúcido montaje paralelo que abre la película ya están implícitas las coordenadas simbólicas de la totalidad del film. Son vidas paralelas, dos universos definidos por la pertenencia de clase (lo que remite al pretérito concepto de movilidad de clases), cada uno con un conflicto personal a resolver: por un lado, los misteriosos pozos de la cancha de golf en donde caen los vecinos (que viven en un encierro deseado en búsqueda de una vida segura y tranquila) constituyen la obsesión peculiar de Luis. Por el otro, Juan necesita saber qué sucede con su visión, aunque quizás le preocupe más digitalizar los casetes de un programa de radio en el que trabajó durante 15 años. ¿Necesita anteojos? ¿Es Alzheimer? ¿Un problema neurológico desconocido? Lo cierto es que no puede leer. Si bien en geometría las paralelas nunca se juntan, en algún momento, Luis y Juan, hermanos de sangre desde hace tiempo distanciados (nunca se sabrá la razón), tendrán que encontrarse.
Ana Katz no está muy lejos en su tercera película del universo de Lucrecia Martel. La interacción de clases, la familia, la decadencia atraviesan Los Marziano (y también el Juego de la silla, la ópera prima de Katz). Pero existen diferencias: no hay perversión, ni tampoco una sociología que mueva los hilos de las criaturas en función de demostrar una tesis filosófica sobre la conducta de una clase, lo que no significa que Katz no entienda muy bien las diferencias de clase, sus modismos lingüísticos, sus temores y anhelos.
El costumbrismo, un género proclive a la imposición de un imaginario de clase para hablar sobre otra, es trastocado en su costado reaccionario y así deviene en su opuesto. Katz apuesta a una interacción casi utópica, y llega incluso a sugerirlo con un detalle casi irreconocible: tanto un médico que atiende ocasionalmente a Juan como el propio Luis leen un periódico progresista.
Las elecciones formales son admirables. Las elipsis, los parsimoniosos travellings hacia adelante, las panorámicas y todas las interpretaciones construyen plano tras plano una película sin fisuras. Desde un plano en picado de transición sobre un pescado en un plato hasta el travelling y el plano general cuando se muestra cómo un personaje atraviesa un vidrio, Katz elige el tiempo justo de cada escena.
Y quizás no sea necesario decirlo: el modo en el que propone el encuentro entre los hermanos y el tiempo que se toma para que ese evento tenga lugar implican una comprensión cabal del relato cinematográfico y del costo irreversible que conlleva sostener un enojo. En este misterioso género inventado por la joven Katz, que podría llamarse suspenso emocional, se sugiere que cualquier relación comienza (o se retoma) cuando la razón termina.