Película con tres protagonistas policías a los que les va mal en la institución. Uno trabaja como encubierto desde hace mucho tiempo y quiere un puesto de oficina, otro tiene problemas económicos y el sueldo no le alcanza, y al último le quedan unos días para jubilarse y no se quiere arriesgar haciendo nada. De fondo, un Brooklyn de noticiero: peligroso, violento, con cocinas de cocaína, narcos y policías corruptos. El trazo grueso y convencional con que está delineada la ciudad se lleva bien con la pirotecnia general del guión: frases altisonantes, debates sobre ética policial y malas condiciones laborales, comentario social acartonado. En el medio, la puesta en escena de Fuqua hace lo propio: primerísimos primeros planos, tomas que panean de manera exagerada una habitación o un cuerpo, encuadres que muestran cruces y rosarios de forma insistente. Todo es búsqueda fácil de impacto, como si la historia no alcanzara y hubiera que sumar mucho exceso y discurso grandilocuente para sostenerla. La pretendida exploración que realiza la película de ese universo marginal se quiere presentar como descubrimiento, como denuncia de lo precario del estado de cosas de la ciudad. En medio del caos, los valores son puestos en crisis de forma tal que pareciera que lo que se aproximara fuera nada menos que el fin de los vínculos sociales como los conocemos: padres dispuestos a hacer cualquier cosa para cambiar la casa, amigos de toda la vida que se traicionan, policías que reniegan de la profesión por miedosos, jueces prepotentes y oportunistas.
Fuqua se hace cargo de ese mundo que elabora, y a la hora de castigar a sus criaturas, es la propia película la que escarmienta a los protagonistas: dos de ellos son muertos por disparos imposibles desde el off. Después se conoce la identidad de los atacantes, pero en principio, esas balas anónimas son el castigo que el mismo Fuqua hace caer sobre sus personajes que, según el esquema ético propuesto por el film, deben expiar sus culpas. Uno sólo se va a salvar, el único que a los ojos del guión puede acceder a una especie de redención. A ese personaje la película lo deja irse entero, caminando hacia la cámara y mirando amenazadoramente al público, como si esa mirada fuera el signo de una prueba superada, una suerte de trofeo moral: el personaje juega según las reglas de la película y gana la partida. El director aspira a que ese simple y tosco mecanismo de premio-castigo alcance el status de lección, de sentencia grave, pero la película se desploma bajo el peso de su propia impostada solemnidad.