La interpretación moral de los hechos
Si el Doctor Jekill se dedicara al cine, lo haría como Antoine Fuqua. De notable pulso narrativo y oficio para enhebrar secuencias y tramas, el cineasta muta en juez moralista para adosarle a Los mejores de Brooklyn (Brooklyn's Finest, 2009) un Mensaje -así, en mayúsculas- tan puritano como chirriante.
Compañeros de deber, hermanados por la responsabilidad de una placa, Eddie, Sal y Tango se enfrentan no sólo contra el riesgo de una muerte siempre al acecho sino con sus propios fantasmas. El primero (Richard Gere) sacrificó su vida social por la policíaca. Soltero, sin amigos, desencantado con el sistema, le quedan días para el retiro y una jugosa jubilación. Sal (Ethan Hawke), padre devoto y esposo atento, está en una cornisa ética: una casa mejor para su numerosa familia comprada con dinero sucio, o el apego a las reglas y el moho en los bronquios de su mujer. El último (Don Cheadle) bajó hasta el último círculo del infierno cocainómano para inmiscuirse en un mundo sin ley, regido por la lealtad. El meollo está en que se siente demasiado cómodo allí...
El último opus del norteamericano merece un análisis disociado, como su personalidad. Porque antes de la moralina y las ínfulas mesiánicas hay una película, y buena. Fuqua construye un policial sólido, tan solvente como entretenido, como un apego total al código entre espectador/película que rige los géneros cinematográficos clásicos. En este caso, el policial en general, y el que inmiscuye en la cocina y entre las bambalinas de los operativos y redadas, en particular. La apelación a la palabra género no implica sino el tránsito por situaciones que, desde Sérpico (1973) para acá, apunta la lente a una entidad tanto o más corrupta y putrefacta que las organizaciones que combaten: el policía bueno a punto de corromperse, la desazón de una vida dedicada al oficio para que la realidad socio-delictiva no cambie, la pasmosa sensación de que el humano es apenas un grano de arena en la inmensidad del mar burocrático.
Hasta el fatídico desenlace, el director de Día de entrenamiento (Training Day, 2001) se esfuerza por que el entretenimiento prime por sobre cualquier connotación política posible, posición antónima a, por ejemplo, la apasionante Tirador (Shooter, 2007), donde la trama del intento de asesinato del presidente norteamericano era la fachada de una radiografía política norteamericana. Los mejores de Brooklyn es, en cambio, quizá la primer película ambientada un Nueva York post 11/9 que vacía de referencias al atentado o el terrorismo. La droga, nos dice Fuqua, es un problema endémico y medular que está ajeno al contexto mundial, y lo trata como tal.
Y así, extrapolada del mundo, Los mejores de Brooklyn entretiene con la nobleza moral de su feliz intrascendencia apoyada en la corrección técnica y actoral. Todo se articula con tanta fluidez, cada eslabón del dispositivo cinematográfico se vincula con tal justeza, que se pierden las costuras de la obra, la concepción de construcción ficcional.
Si Antoine Fuqua mantuviera esa armonía técnico-argumental, Los mejores de Brooklyn sería uno de films del año, no tanto por su búsqueda artística como por todo lo contrario, el seguimiento casi filial a un paradigma. Pero vaya uno a saber por qué (¿decisión de estudio?¿pura voluntad autoral?), Fuqua confabula su autoboicot. Como si no estuviera conforme con “no decir nada sobre el estado del mundo”, pretende sacar un as bajo la manga apelotonando moralidades y juzgamientos hacia sus personajes. Por eso el código genérico se rompe. Hay un desaprensión por las suerte de las criaturas motorizada por ese dedo acusador que se levanta inmaculado para señalar a los culpables como dignos merecedores de una muerte horrenda, y a salvaguardar a los que optan por quedarse del lado correcto, el del exacerbado apego a las normas que legitiman la civilidad.
El resabio de Los mejores de Brooklyn embebe el paladar con un sabor agridulce. Es la triste certeza de que pudo ser un film mucho más redondo, menos agresivo, más honesto de que le finalmente es.