Los miembros de la familia parte del dolor de la muerte y va transitando por el duelo, no hacia una felicidad plena y artificial, sino hacia la posibilidad de libertad. Para cuando la película llega a su fin nada está realmente solucionado para los hermanos Lucas y Gilda, pero el reencuentro forzoso les permite restablecer su vínculo. La descripción de la trama suena a una película ya vista mil veces, pero la sorpresa es que no lo es. Lucas (Tomás Wicz) y Gilda (Laila Maltz) viajan a un pueblo de la costa a cumplir con el último deseo de su madre y tirar sus cenizas al mar. Un paro de transporte los obliga a permanecer en el pueblo y en la casa en la que vivía su madre por más tiempo del que esperaban.
Bendesky envuelve de misterio la historia de los hermanos, generando un clima enrarecido, incluyendo secuencias oníricas y jugando con ideas esotéricas. La fotografía melancólica, el tono de los diálogos y el registro particular de las actuaciones, que mantiene distancia pero no puede evitar la empatía, están combinados de manera inesperada. Pero, sobre todo, la maniobra más arriesgada y exitosa del film es el uso de un humor seco que le agrega otra capa de sentido y provoca la extraña sensación de una media sonrisa.