Todas las películas sobre duelos, esa experiencia tan singular por la que el mundo se revela inesperadamente endeble, trabajan sobre el tiempo suspendido en el que los vivos tienen que asimilar una ausencia irreversible. La muerte de un amigo, un familiar o cualquier ser amado exige un laborioso ajuste en el invisible orden afectivo. Los eslabones afectivos que sujetan la vida íntima de alguien se trastocan, y lleva un tiempo hallar un nuevo equilibrio. Esa experiencia es la que filma con precisión Mateo Bendesky en su segunda película, Los miembros de la familia.