Tour por la desidia estatal
Los Miserables (Les Misérables, 2019) empieza con planos y yeites de edición de documental; con los pibes de Montfermeil yendo a la Torre Eiffel a festejar el triunfo de Francia en la final de la Copa del Mundo de Rusia. Con quilombo, risas y corridas. La acción y el vértigo de esa primera gran escena precréditos recién pareciera replicarse en el final, en ese desmadre simétrico que el director Ladj Ly incluso guarda para hacer su analogía con las protestas del 2005, cuando las molotov volaron de las manos de los pibes de la periferia y cayeron en los techos de tantos autos de buenas marcas; disturbios que tuvieron al odio contra la policía asesina y contra Nicolas Sarkozy como principal combustible de la juventud privada del bienestar europeo. Ly busca ese reflejo porque es lo que le interesa filmar, lo que filmó desde siempre. Les Misérables es un título que no implica nada, ni adaptación ni legitimación cultural, sólo un par de referencias y unas citas textuales que podrían no estar. La adaptación concreta es la del corto homónimo del 2017, y una continuación de los documentales que filma desde que agarró una cámara en los pasillos de su villa vertical. Hace ya varios años que Ly forma parte del colectivo de artistas Koutrajmé (argot francés de “cortometraje”), con los que además de fundar una escuela de cine editó Go Fast Connexion (2009), un falso documental sobre un dealer de Montfermeil en el que ya se veían varias de las marcas estéticas y de las ideas que vemos en Les Misérables: los monoblocks, los problemas con la policía, los planos desde adentro de los autos, la dinámica de verité, etc.
En Les Misérables el protagonista no es un habitante del barrio sino un forastero; un policía recién llegado (ese Brigadier Stéphane Ruiz en la piel de Damien Bonnard) que se desayuna la violencia institucional y la de un suburbio en el que seguramente haya más negros y musulmanes que en el resto de Francia. El punto de vista es el de Ruiz porque es el nuestro; Ly nos quiere contar su historia al mismo tiempo que hacer de guía para blancos cristianos, pequeño-burgueses progresistas que comulgarán con la crítica a la policía y a la precaria presencia estatal, o reaccionarios que dirán que el problema es la inmigración. El papel de Ruiz es el de policía mediador, un tipo que busca la redención como Eugène-François Vidocq, musa de Victor Hugo. Ly (que estuvo en cana por un secuestro hace no muchos años) nos hace empatizar con los testigos de la historia: el policía recién llegado y un chico que filma un episodio de violencia policial que será el plot point que desencadenará el conflicto del clímax. Hay una búsqueda tal vez algo tibia de no querer ponernos en la piel de los policías hijos de puta ni de los pendejos quilomberos del barrio. Algo tibia sobre todo si pensamos en ese inicio tan cargado de energía y en su estética de choque, más de cine de guerrilla que de alfombra roja; destino, este último, de tanto cine social impotente.