Comedia musical nada revolucionaria
Hay varios tipos de espectadores posibles para Los miserables. Están aquellos que han leído la obra original de Víctor Hugo, pero desconocen las distintas adaptaciones cinematográficas que se han hecho de ella (vale la pena rastrear aquella dirigida por el francés Raymond Bernard en los años ’30). Otros que sólo conocen la historia de Valjean y Javert a partir del exitosísimo musical escrito por Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg en 1980. Finalmente, habrá un grupo de espectadores absolutamente vírgenes. Para este último contingente, la nueva traslación –primera que lleva el boceto del musical a la pantalla– difícilmente sea la mejor manera de conocer esta saga de pasiones, sufrimientos y expiaciones en la Francia de la Restauración borbónica, que cruza los destinos de una docena de personajes a lo largo de más de quince años. Nobleza obliga, el realizador Tom Hooper (el mismo de El discurso del rey) tomó una decisión osada, temeraria casi, que pudo haber dado como resultado una extravagancia genial o bien, como es el caso, un híbrido bombástico y, por momentos, un poco ridículo.
Los miserables versión 2012, nominada a la nada despreciable suma de ocho premios Oscar, intenta combinar el artificio inherente a toda obra de teatro musical con la carga de realismo siempre presente en el medio cinematográfico, generando así un choque de voluntades, una lucha de titanes que el film nunca abandona a lo largo de sus casi 160 minutos. Todos los “diálogos” son cantados por los actores, aunque en un modo que intenta eliminar la declamación operística. En ese sentido, resulta razonable la determinación de utilizar primeros planos para los momentos de mayor intensidad dramática. Esa misma intencionalidad lógica puede atribuírsele al uso del registro directo de las voces en el momento del rodaje, a contramano de la práctica casi universal del lip sync (mover los labios sobre una pista de audio pregrabada), que en algunos contados momentos genera cierto grado de impacto emocional. Pero la lógica, muchas veces, está reñida con los resultados artísticos.
Resulta doloroso ver a estos actores de renombre –Hugh Jackman como el convicto Valjean, Russell Crowe en el rol del policía Javert, Anne Hathaway como la sufrida Fantine– forzar sus cuerdas vocales al límite de las fuerzas, tratando de llegar a tonos para los cuales no están preparadas. La puesta en escena –ese término tan resbaladizo– aquí se reduce prácticamente a un par de estrategias de encuadre y montaje. Con notables sets de fondo (los naturales, los generados por computadora se ven poco convincentes) Hooper se acerca a los actores, a veces rodeándolos, en otras ocasiones siguiéndolos con una ubicua steady cam, abusando del objetivo gran angular, sin que medien para ello demasiadas razones creativas. Para combatir el miedo a la sensación de teatro filmado, el montaje frenético corta y corta sin cesar, generando un ritmo artificial, forzado.
Es cierto que Los miserables no quiere ser una película armoniosa, bella en el sentido tradicional, y que la idea del realizador está más cerca de una destilación de la obra original que de su simple reproducción. Pero es muy difícil sacarse de encima la sensación de cáscara sin contenido, de despliegue de medios sin verdadero espíritu rector. La segunda mitad del film es la más penosa, cuando sus románticos revolucionarios de diseño y la muy poco convincente historia de amor entre los personajes jóvenes toman el centro de la escena. En ese momento comienzan a sentirse en el cuerpo los minutos transcurridos y los aún por llegar. Que son muchos, demasiados. Pero al menos ahora sabemos con certeza que Hugh Jackman es mejor cantante que Russell Crowe.