Contra cualquier pronóstico, el comienzo de Los miserables deja ver los contornos de un objeto opaco e inestable, cuyo único fin parece ser desquiciar a su público, sacudirle el piso hasta dejarlo ya sin certezas. Lejos del film de diseño que atacan la crítica y el periodismo en general, ese principio ofrece un producto un poco monstruoso que no parece proponerse otra cosa que desbalancear al espectador, desorientarlo como lo haría una buena película negra. Tom Hooper respeta y traiciona a la vez el origen musical de Los miserables. Por un lado, los actores cantan en directo y no sincronizados con la pista de audio extradiegética, algo casi imposible de hallar en la historia del musical en cine. Por otro, el director aprovecha al máximo los recursos visuales que una obra de Broadway jamás podría ofrecer, como queda bien en claro en la primera escena con primeros planos, ángulos contrapicados y un enorme uso de CGI. Hooper no es respetuoso con ninguna de sus fuentes, pero decide ser fiel de manera casi fanática al ritmo de la obra original; el devenir de la narración pasa a ajustarse y a depender ciegamente del tempo musical. Las canciones dictan sus términos al relato y las imágenes, y así el guión recurre a la elipsis y no alcanza a desarrollar demasiado la historia de Jean Valjean, aumentando todavía más el desconcierto general.
Hay algo perverso en ese forzar en directo las cuerdas vocales de los intérpretes, sobre todo en algunas escenas que duran más que las otras. Digo perverso porque el resultado no es precisamente un dechado de virtuosidad: salvo Anne Hathaway y los chicos del final, la mayoría canta mal, desafina, tiene problemas para llegar a las notas altas, no se acopla sonoramente con el resto. Hooper no parece interesarse tanto en la belleza del canto como en la curiosidad de su dispositivo (actores que cantan cada canción in situ) y en sus resultados deformes. Deforme, claro, como la manera en que Los miserables concibe el musical en general, por ejemplo, en ese amague de coreografía que hacen las prostitutas y que queda trunco, o en la composición increíblemente disímil de los solos (uno en plano general y en movimiento, otro en un plano único y estático). Tampoco es muy normal el retomar la premisa de una película como Los paraguas de Cherburgo de Jacques Demy, donde todo, absolutamente todo se comunica cantando, solo para después quebrarla alternativamente con pequeños parlamentos que son dichos sin entonación, hablados como diálogos normales.
No se sabe si Hooper es o se hace, lo que es seguro es que su película parece a veces una creación frankensteniana que, por obra de algún milagro, puede poner un pie delante del otro y, torpemente, caminar. Si los dotes vocales de Hugh Jackman distan mucho de ser elogiables, qué hay que decir de los pobres intentos de Russell Crowe, el intérprete más clásico de todos los presentes que actúa solo con la rigidez de su rostro por el que no pasan las emociones y hay que adivinarlas en algún imperceptible movimiento de las cejas o los cachetes. Es como si esto fuera una reunión de desclasados musicales que se juntan para hacer una película imposible en la que la gente se permite cantar mal (proyecto nada despreciable al que se sumarán más tarde Sascha Baron Cohen y Helena Bonham Carter). Pero cuando uno creía haber encontrado un lugar seguro desde el cual mirar, Anne Hathaway llega para decirnos que nos equivocamos, porque la facilidad con la que recorre distintas tonalidades y se sirve de ellas a gusto viene a romper con la tosquedad masculina anterior, y encima todo lo realiza en ese prodigio cinematográfico que es I Dreamed a Dream, en plano secuencia de algunos minutos donde la actriz, sin importar el compromiso que el público haya desarrollado con las imágenes, es capaz de arrancarle el corazón del pecho al espectador y estrujárselo brutalmente frente a sus ojos. Si al director se lo puede acusar de estar leyendo el original demasiado de cerca en ese momento, el sufrimiento que logra extraer de la cara desfigurada por el de dolor de Hathaway (cara que la cámara observa insistentemente y sin piedad, sin cortes) enseguida compensa la situación e inclina nuevamente la balanza hacia el lado de la desmesura y el caos.
Hasta allí, Los miserables es una experiencia que, por obra de su propia falta de rumbo y planes estéticos, resulta inestable y barre permanentemente con la seguridades y la comodidad del que observa. La película pide un esfuerzo de adaptación notable, incluso (o sobre todo) a los curtidos en el género. La trama y las imágenes confunden más de lo que aclaran, como recordándonos que en un musical la atención debe estar dirigida a las canciones y no a la construcción de caracteres y de un mundo, pero al mismo tiempo nos confronta con unas voces que escapan al registro esperado. Entonces: ¿cómo hay que ver Los miserables? ¿Se la puede disfrutar? El engendro de Hooper, ¿acaso propone un gozo distinto, que se apoya en un desvío de las normas y la etiqueta del musical y quiere fijarse en el descalabro de las voces, los planos y el relato, y en la exhibición de esa monstruosidad?
La respuesta llega con la farsa a cargo de Sascha Baron Cohen y Helena Bonham Carter (que ya habían compartido otro musical, Sweeney Todd), cuando los contornos de la película se vuelven nítidos de a poco y el guión expulsa el aire contrahecho de la primera parte. Ahora todo se entiende, todo es claro, Los miserables sabe a dónde va y cómo lograrlo, e inmediatamente se torna previsible, cómoda y extremadamente aburrida. Todo se vuelve rutinario, como si la historia que transcurre lo hiciera solo por obligación, para contar el destino final de los protagonistas o para justificar el precio de la entrada. Del ejercicio aberrante del comienzo se pasa sin escalas al armado de un producto lustroso y prolijo que parece un musical adolescente de época con ídolos teens a lo Disney. De ese principio prometedor y áspero (por momentos, felizmente áspero) no queda nada salvo una sorpresiva y salvaje muerte de un niño en plano, que viene a ser un resto inconexo y errático de la violencia de la primera parte.