Soñé un sueño
Los Miserables (Les Misérables, 2012), el nuevo film de Tom Hooper, director de El Discurso del Rey (The King's Speech, 2010), es la transposición a la pantalla del ya clásico musical de Broadway, inspirado en la célebre novela de Victor Hugo. Se trata de una propuesta operística, que por momentos peca de ser demasiado solemne.
Sabemos que el pasaje de un lenguaje a otro implica una renovación. A esta altura de la historia del cine, la transposición más conflictiva es la del musical de teatro. En principio, porque se trata del género teatral más masivo en cuanto a su grado de internacionalización. Esta cualidad parece otorgarle un aura especial, como si se tornara más difícil modificar el material de base en pos de un lucimiento cinematográfico que -al mismo tiempo- no traicione a los “fans” de la comedia musical. El hecho de que la historia sea cantada (a veces también coreografiada) constriñe aún más el dispositivo del cine, sobre todo cuando la identidad del relato está dada por grandes coreografías (Chicago (2002), en ese sentido, es el mejor ejemplo).
Los miserables (la obra teatral, no el film) ha batido records de público desde su estreno en la década de los ’80, convirtiéndose en uno de los pocos musicales con “contenido social” que capturó la atención de millones de personas. Ya no a partir de coreografías que funcionan como mecanismos de relojería, sino a partir de canciones de corte operístico que cuentan una historia excelsa, plena en pasiones. Hay que decir, entonces, que desde esta perspectiva Los Miserables (ahora sí, la película) se esfuerza en corresponderse con esa historia que aúna novela sentimental y desmesura, esencialmente con una dirección de actores bien definida y con una puesta en escena grandilocuente. Ambas elecciones tienen sus problemas. Pero antes de embarcarse en ello, ¿de qué trata Los Miserables?
En la Francia que vivencia los cataclismos sociales post-Revolución Francesa, un grupo de personajes refleja la miseria social que caracteriza al país. Jean Valjean (Hugh Jackman) es un paria, el reverso del “ladrón de guante blanco” que es perseguido obsesivamente por el inspector de policía Javert (Russell Crowe). Tras superar (momentáneamente) su destino adverso, de forma casual tomará contacto con Fantine (Anne Hathaway, la mejor actuación del film), una pobre y desdichada joven que cayó en la más dura marginalidad y lo único que desea es que su hija no corra la misma suerte. La historia se detiene en dos generaciones, y el comentario social se irá agotando, produciendo que todo el espesor dramático se condense en la cuestión amorosa (en esta línea, vinculada a la hija de Fantine y a un muchacho que forma parte de los alzamientos en contra de las autoridades vigentes).
Retomando lo que planteamos anteriormente, Tom Hooper construye una puesta grandilocuente, haciendo uso (y abuso) de tomas elaboradas con ayuda digital (planos aéreos, imposibles de realizar sin herramientas sofisticadas, por ejemplo). Todo es desmesurado, todo adquiere una gravedad que se torna excesiva. Y, si bien hay un evidente profesionalismo en la construcción de la imagen, por momentos la película puede resultar aburrida. Sus 157 minutos de duración tampoco ayudan demasiado. En cuanto a las actuaciones, van en esa misma línea. Sin tener la misma destreza vocal que sí deben tener los intérpretes teatrales, no todos los actores del film consiguen emocionar haciendo uso de sus voces para transferir la emoción necesaria y así identificarnos con ellos. El mayor problema está en Crowe, cuya labor carece de matices. Curiosamente, el momento más álgido es el que obtiene Hathaway, quien en una elección minimalista (un único plano) transmite todo su pathos y entrega el momento más emotivo del film.
No está exenta de virtudes Los Miserables. Es indudable que será premiada en varios rubros en los inminentes premios Oscar. Pero sus méritos cinematográficos no van más allá de la corrección.