Canciones que cansan
Si faltaba una versión de Los miserables en ser llevada al cine (las hay fieles al texto, las hay libérrimas), esa era la musical, la traslación de la producción que desde hace varios años brilla en teatros de todo el mundo. Y llámelo usted lobby o como quiera, pero uno sabía que ni bien llegara a la pantalla grande, el film sería tenido en cuenta a la hora de los premios: aunque sus resultados artísticos estuvieran bastante lejos de ser los adecuados. Que el director fuera el mismo impersonal de El discurso del rey (película inane que hace dos años ganó el Oscar), no hacía más que fortalecer su prestigio de cartulina. Por lo tanto, aquí nos llega esta Los miserables, con sus varias nominaciones sobre los hombros y con un potencial rédito en boleterías construido a partir de su trascendencia autoimpuesta: con este film como con muchos otros que hoy parten de la industria, pasa que se construyen como fenómenos antes que como películas. Y si como acá le sumamos el peso intelectual de la obra de base (en este caso por partida doble: el texto de Víctor Hugo y el celebrado musical), sin dudas que estamos ante una de esas películas que no admiten críticas negativas. Aunque las merezcan.
Y hay que decir: esta Los miserables dirigida por Tom Hooper tiene bien todo aquello que estaba bien en la obra original (los personajes y sus dilemas son universales y a la vez vívidos, especialmente el conflicto del policía Javert), pero no logra incorporarle una mirada personal ni contar con fluidez aquello que ocurre. Por el contrario, a la ilación sin ton ni son de canciones (en 158 minutos que son como un loop interminable), Hooper le agrega una única idea de puesta en escena que en un comienzo puede ser novedosa pero luego se repite perdiendo toda fuerza: el director planifica varios solos de los personajes, cantando en primeros planos casi sin cortes, en versiones sucias, desprolijas, alejadas de lo académico (lo de Russell Crowe bordea el atrevimiento descarado), queriendo dar una noción de realidad y continuidad. Y esto, salvo en el muy comentado número de Anne Hathaway, una actriz dotada vocalmente y a la vez con un sentido trágico en su actuación que combina bien con el aire de la obra, rara vez genera resultados positivos. Así, Los miserables se repite en una monotonía de puesta en escena que atenta contra el movimiento que debe tener el musical.
Particularmente no entiendo a estos musicales que están más cerca de lo operístico, con su escasez de movimientos y su preponderancia de primeros planos, que de lo realmente cinematográfico: ya no hay coreografías, no hay baile, sólo personajes contando y cantando todo lo que les pasa. Porque además Los miserables de Tom Hooper es de esos musicales donde no hay diálogos dichos de manera tradicional, y hasta el “buen día” se dice cantando. Algo que ya había demostrado Hooper en su anterior El discurso del rey, aquí se repite hasta un hartazgo redundante: la imagen sobra, el encuadre es convencional, la dirección de arte es una ilustración funcional y las emociones se verbalizan constantemente. De ahí que lo que les pase a los personajes genere escaso compromiso para el espectador: aquí no hay emoción alguna porque mientras por un lado las canciones se encargan de decir todo, por el otro no hay escenas narrativas entre canción y canción. Los personajes, claro, son un concepto escasamente desarrollado y sumamente lineal.
El musical, un género que estuvo muerto durante varias décadas en el cine norteamericano, encontró en la traslación de varios musicales de Broadway un camino para la resurrección. Pero con estos proyectos pasa lo mismo que con las adaptaciones de novelas de moda: hay un excesivo respeto por la fuente original y una utilización del cine como mera herramienta ilustrativa. Salvo Moulin Rouge! -que de paso era una obra original y no una adaptación-, un musical que miraba al pasado para revisitarlo a la vez que daba uso de herramientas contemporáneas para asumirse como una obra de su tiempo, no hubo en ninguna de estas películas algo que justifique su traslado a la pantalla. No hubo nunca un repensar el lugar desde el cual hoy un musical es válido en el cine. Con Los miserables pasa lo mismo: algunas canciones funcionan, algunas actuaciones le aportan algo de gracia, pero en líneas generales su director carece de un ojo que haga de este un film reflexivo y ni siquiera resulta el gran espectáculo que su nivel de producción hace prever.