Fe en el maquillaje
Jessica Chastain fue fiel al mandamiento del Oscar al interpretar a la evangelista mediática Tammy Faye en Los ojos de Tammy Faye, y la papal Academia de Hollywood respondió con una estatuilla acorde el pasado domingo.
El filme, que ahora llega a salas, fue producido e incentivado por la actriz pelirroja, quien vio hace una década el documental de igual nombre de Fenton Bailey y Randy Barbato y se le metió en la cabeza promover un filme para reivindicar al vapuleado personaje: estrella televisiva estadounidense de la década de 1970 famosa por su ciclo The PTL Club, Faye cayó luego en desgracia por motivos ilegales.
El especialista en comedias Michael Showalter fue el elegido para la dirección, y ya desde allí la biopic encarna un conflicto: el trastabillar en la cornisa entre el lavado de imagen y el despliegue de un retrato ante el que uno no sabe si reír o compadecerse.
Más cercana a la caricatura de Historias cruzadas que a papeles serios como los de La noche más oscura o Apuesta maestra, Chastain brilla en su exageración al interpretar a la cambiante Faye, que alterna entre teñidos, ruleros, vinchas, peinados, maquillaje, vestuario y accesorios con una vertiginosidad que marea y se manifiesta con unas risitas y un tono agudo para nada sutiles.
La actriz, sin embargo, aporta una ambigüedad crucial que deviene la mayor virtud del filme, en tanto su personaje se muestra al mismo tiempo atolondrado, astuto, carismático y compasivo, y ese volumen ayuda a evitar el fiasco.
Su plasticidad se complementa con la de Andrew Garfield, quien interpreta a la pareja conyugal y televisiva de Tammy, Tim Bakker. Con unos cachetes rígidos que lo asemejan a una marioneta de los Thunderbirds, Garfield la tiene menos servida en el rol de creyente mojigato e hipócrita puesto ahí para ser el malo de la película.
El guion de Abe Sylvia mete todos los evangelios en una misma bolsa, haciendo pasar a su heroína de pocas luces por un tour de force de décadas y desventuras patéticas: las peleas con su madre conservadora, un matrimonio insatisfecho, una depresión posparto seguida de la ingestión de pastillas, la tensión con magnates corporativos y los cargos de fraude en que la sume el manipulador Bakker.
Tan sinuoso como plano, el filme obliga a ver a Faye como una renovadora que supera sus propias limitaciones, aunque la fe en la verosimilitud dependa de cada espectador.