Con una visual más que interesante, Los olvidados parte de un escenario “natural” muy particular para poner en puesta un género poco explotado en el país: el slasher. Sin embargo, machetazo va, machetazo viene, los hermanos Onetti terminan mutilándose a sí mismos.
Para una generación de realizadores audiovisuales que nacimos en la década de los ’80, Epecuén siempre fue un lugar atractivo y seductor. Tarde o temprano, generalmente cuando se hablaba de una historia que precisaba filmarse en un ambiente desolado, alguien te preguntaba, con entusiasmo, si conocías esa localidad bonaerense.
Todos aspiramos, aunque sea brevemente, a Epecuén… o bien la volvimos paradigma de lo que buscábamos, usando sus fotos de referencia directa. Es fácil entender por qué: en 1985 una gran inundación rompió los diques de contención y borró del mapa a toda esa ciudad que, incluso, había logrado convertirse en atracción turística por sus aguas saladas revitalizadoras. Una atracción turística que ya fue olvidada como tal, que quedó sepultada en sus propios escombros y que ahora se erige como ruina impactante, totalmente abandonada, cargando en su aura la desgracia, el triste abandono forzado de quienes antes fueron sus habitantes, la sobrecogedora poética del espacio vacío: casi un templo.
En la película de los hermanos Onetti, un grupo de adolescentes (y no tanto) se dirigen a Epecuén para filmar un documental sobre lo que allí sucedió, con ansias de revivir el drama que significó la fatídica inundación para las personas que todo lo perdieron bajo las aguas. Para eso llevan con ellos a Carla (Victoria Maurette), que de niña vivió en el lugar y, aún con recuerdos borrosos, puede dar un rico testimonio en primera persona de lo acontecido.
Lo que no sospechan, claro, es que una vez que estén en Epecuén serán abordados por una familia de psicópatas al mejor estilo La Masacre de Texas (Tobe Hooper, 1974), psicópatas que intentan imitar el universo aggiornado que Rob Zombie (músico y fan del cine de terror y sus vertientes como evidenció y evidencia en toda su carrera) le dio a esa clase de películas con La casa de los 1000 cuerpos (2003) y su continuación Los renegados del diablo (2005).
Hace quince años, Rob Zombie logró revisionar a los clásicos villanos perturbados de motosierra en mano que, si bien terribles, eran ajenos a producir cualquier regusto de empatía. Con claridad en sus objetivos y una estética bien definida, sus películas se adentraron en ese grupo para ofrecernos personajes ricos en sus desequilibrios, morbosamente atractivos, igual de repudiables pero, por complejidad, más peligrosos: más reales por más actuales, al tiempo que más pop y entrañables. Personajes aún perturbados pero con cínicas visiones sobre lo “no perturbado”. Rob Zombie encontró, se podría decir, el modo de dimensionar la turbiedad para ya no sólo usarla de contracara sino de anclaje para el desarrollo y poder así darle frescura y fluidez a un género cuyos engranajes parecían atascados por litros y litros de sangre reseca.
Los olvidados tiene presente a Rob Zombie y eso se nota en esbozos de una técnica que resulta identificable pero insuficiente por ausencia de concepto ulterior. Mientras que con Rob Zombie ya se sabe que los buenos no van a ganar y el acercamiento al clímax casi que inclina a pedir que por favor mueran de una vez para que ya no sufran, en la película, los asesinatos, si bien fuertes y manejando cierta visceralidad, no te ofrecen un lugar desde dónde consumirlos. Ese es el principal problema: ya ni siquiera deseás el triunfo de los malos para liberarte de la tortuosa sensación de que todo está perdido. Sólo esperás lo inevitable: el final.
La violencia gratuita queda en primer plano y desbarata cualquier otro plan.
Podría pensarse que la enorme expectativa que genera una producción de género con recursos no menores en Epecuén es uno de los factores que le juega en contra a Los olvidados. La realidad es más simple: la película hace su propio mérito para resultar insatisfactoria, proponiendo un slasher poco definido en tono, a pesar de hacer homenaje latente a un modo de contar historias.