Una fiesta escatológica en Australia
La idea básica de la película es que no hay mejor manera de subvertir el orden burgués que hacer lo que sea para tirar abajo la celebración de un casamiento. Una suerte de “frivopunk” fiestero que, finalmente, tiene poco de subversivo.
Muerte en un funeral + La familia de mi novia + ¿Qué pasó ayer? = Los padrinos de la boda. Escrita y coproducida por varios de los responsables del exitazo aquel del velorio inglés (que en el medio lucraron con una copia estadounidense), esta película dirigida por el australiano Stephan Elliott (el de Priscilla, reina del desierto) le aplica la fórmula del funeral a una boda, implanta en ella a cuatro amigos extraviados en un país desconocido (al estilo ¿Qué pasó ayer?), hace del suegro una pesadilla aterradora (remember DeNiro en la serie con Ben Stiller), salpimienta con caca de oveja, vómito humano y mucha merca y pasa luego por caja. La idea básica de Los padrinos de la boda es que no hay mejor manera de subvertir el orden burgués que tomar todo lo que haga falta para tirar la fiesta abajo, inventando así lo que tal vez podría llamarse frivopunk fiestero a la australiana.
John Waters, Luis García Berlanga, los hermanos Farrelly y varios exponentes de la llamada “Nueva comedia americana” (no todos, por cierto) demuestran que, usada en contra de la idea burguesa de buen gusto, la escatología puede ser verdaderamente subversiva. En otras ocasiones es sólo una rama del humor de vestuario, la pedorrea adolescente o el “pis y caca” del bebé. Esta es una de esas ocasiones: los cuatro protagonistas (treintañeros, ellos) parecen incapaces de intercambiar cuatro palabras sin hacer referencia a los “pedos vaginales” por los cuales uno de ellos dejó a su novia, o a que el nuevo novio de otra no tiene pito. Vecinos de Londres los cuatro, uno de ellos conoció a una chica australiana en unas vacaciones en una isla del Pacífico, y en lugar de calentarse decidieron casarse. Así, de una. El novio invita a sus amigos a que hagan de padrinos, para lo cual todos partirán rumbo al país de los Bee
Gees, hallando que el padre de la prometida es un senador nacional y que la fiesta está llena de representantes del poder oficial de la isla de las ovejas. Allí, un poco por torpeza, otro poco por borrachera y bastante por puras ganas de bardear, harán de ese paraíso pastoril poco menos que un infierno de caos y destrucción.
Con el mismo estilo in your face que ya había exhibido en Priscilla, Elliott convierte un guión de por sí craso y efectista en la más estridente de las caricaturas móviles. Alguien vomita sobre el primoroso plato, otro se la pasa rascándose los testículos porque el pantalón le hace picar, entre tres tienen que sacarle droga del culo a una oveja que se la tragó, el discurso nupcial se traspapela y en su lugar el disertante se encuentra con el dibujo de unas tetas, en tren de improvisar hace chistes sobre la presunta homosexualidad del novio, la suegra (Olivia Newton-John, con el rostro más estirado que Guillermo Cherasny) se abalanza sobre una pila de merca y después se quiere voltear a todos los invitados... ¿Por qué habría que ser menos burdo, si uno de los gags que más gracia causaron de Muerte en un funeral era un viejito que se cagaba encima?