Unos minutos de Los papeles de Aspern alcanzan para entender en dónde se está parado: Julien Landais transpone la novela corta de Henry James preocupándose solo por ilustrar algunos momentos nodales del relato y poco más que eso. La primera reunión entre el protagonista, la amante de Aspern y su sobrina, al comienzo, anuncia la escasez que sobrevendrá después: el director filma la escena con planos y contraplanos rutinarios que despojan a los personajes de cualquier posible interés. Landais no entiende que la fascinación que produce la novela depende, además del relato, de todo lo que lo rodea, por ejemplo, el celo casi religioso con el que el protagonista busca acceder a los materiales del escritor muerto. La literatura ya no como pasatiempo u oficio, sino como sistema de pensamiento, como estilo de vida, una pose romántica llevada hasta las últimas consecuencias que James caracteriza con una belleza decadente y que la película ignora. En James, el misterio de la búsqueda aparecía matizado con el tono un poco lúgubre del fin de una época cuyos restos hay que resguardar a cualquier costo. De ese clima, de ese aire entre grandioso y mortuorio que era el corazón del libro, no queda nada, solo los huesos de la historia.
A falta de todo, Landais se aferra a Jonathan Rhys Meyers, que es lo único que parece que puede filmar bien. El director desplaza la atención de Jeffrey Aspern, el escritor muerto, hacia Morton Vint, el protagonista (que en la novela no tenía nombre). De Aspern se sabe poco y su enigma no importa demasiado; Landais está en otra cosa, visiblemente cautivado por su actor, al que filma desde todos los ángulos posibles y con varios trajes distintos, no se sabe si está en Venecia o en un desfile. Meyers, por su parte, tiene que sostener una película entera y hace lo que puede. Bueno, tampoco hace tanto, básicamente camina por habitaciones lujosas luciendo siempre la misma expresión, el mismo anacronismo cool, la misma gestualidad de modelo. La cosa podría ser divertida si el director se atreviera a transformar un poco el tiempo de la novela, si por lo menos tratara de contaminarlo con signos del presente, pero no, la reconstrucción de Venecia a finales del siglo diecinueve es artificial, ni rigurosa ni lúdica, apenas una postal hecha de colores pastel. Por otro lado, no se entiende por qué Meyers maneja un solo registro actoral durante una hora y media: en la historia pasan cosas, su situación cambia más de una vez, pero el tipo está siempre igual, con los ojos bien abiertos, mirando fijo, con la voz impostada. Pasados los primeros minutos, el espectador puede jugar a hacer su propio experimento Kuleshov: ponerle nombre al estado de ánimo del actor tomando como punto de partida el plano anterior.
Landais toma partido (o algo así): modifica el eje del relato, del enigma de Aspern el centro pasa a ser la intensidad monocorde del Vint de Meyers. La decisión, incomprensible, supone una pérdida evidente. Como si faltara algo que pudiera estropear todo todavía más, la película hace unos flashbacks muy feos donde se muestra a Aspern, su amante y a otro muchacho ocupados en una vida de opulencia, contemplación y tríos, pero los filma como si estuvieran en una mala publicidad de perfume. Landais no puede extraer un poco placer ni siquiera de esas bacanales.