Química actoral y corrección política
Aunque el final deje todo listo para imaginar un próximo eslabón, la saga de Gaylord “Greg” Focker debería comenzar a cerrarse. Parece no quedar mucho por decir sobre este simpático perdedor con alma de víctima (estereotipo habitual en el Hollywood comercial y moderno, del cual Ben Stiller es uno de sus mejores intérpretes), que vive acosado por su suegro, ex agente de la CIA. Si en El padre de la novia (2000), el pobre Gaylord debía soportar antes de la boda la paranoica oposición de Jack (Robert DeNiro); y en Los Fockers: la familia de mi esposo (2004), el choque se daba entre la diestra rigidez republicana del suegro y la liberalidad progresista de los padres del protagonista, Rozalin y Bernie (Barbara Streisand y Dustin Hoffman), esta tercera parte adolece de toda novedad en el conflicto.
El cumpleaños de los pequeños hijos de la familia es apenas una excusa para volver a poner frente a frente a Gaylord y Jack, en un duelo de titanes alfa peleando por el liderazgo de la manada. Toda la saga Focker tiene un problema de base: cultivar un humor que no por ser en ocasiones efectivo deja de rondar el gusto dudoso. Pero en esa marca de nacimiento, ese pecado original que autoriza con motivos sobrados a encolumnarla dentro de la comedia burda, Los pequeños Fockers halla también una de sus fortalezas. Se trata de un caso saludable de corrección política: la saga se ríe de unos y de otros, sin agredir ni burlarse de nadie (y eso incluye a las minorías raciales y sexuales). Porque la incorrección política es un recurso válido cuando se lo usa para llegar a alguna parte, y ante la posibilidad de caer en la mala praxis, la película toma el camino menos riesgoso; elige el “reírse con” al “reírse de” y hace una defensa orgullosa de su linaje. Sobre el final, el personaje de Hoffman dice que debemos reírnos de nuestros pedos y nuestros mocos y de todo aquello que nos haga humanos. A priori no está mal esa premisa y entonces el nivel de la discusión es otro: escatología, ¿para qué? Y ahí Los pequeños Fockers vuelve a estar en problemas. Para la película (la saga completa), la escatología es un fin, nunca un medio. Para verlo con claridad –aunque las películas son evidentemente incomparables– puede tomarse el caso de La gran comilona, de Marco Ferreri (recientemente programada en el Festival de Mar del Plata). Ferreri llega al non plus ultra en materia escatológica para, a partir de sus cuatro personajes hastiados de un mundo que no los satisface, tejer una metáfora sumamente lúcida sobre Occidente y su prerrogativa de consumo, y ya en 1973 anunciar consecuencias que recién tras los años ’90 terminaron de quedar claras para muchos. Contra ese modelo, el inocente pedo de un nene resulta una escatología tan módica como gratuita y vacía.
Sin dudas, lo mejor de Los pequeños Fockers sigue pasando por la química natural entre Stiller y De Niro. A pesar de sus berretines y aun con personajes que no tienen nada demasiado nuevo que ofrecer (los chistes con el nombre y el apellido de Gaylord; las persecuciones entre ellos y hasta los gags durante la cena, ya suenan a figurita repetida), los dos actores conforman una dupla cómica muy carismática. Quizá deberían probar suerte más allá del universo Fo-cker y tratar de forjar uno de esos equipos que acaban en leyenda, al estilo de Lewis-Martin. Otro de los recursos que entrega buenos dividendos a lo largo del film es el de hacer que el cine se muerda la cola. Las secuencias que remedan a El padrino de Coppola o reproducen en un enorme pelotero la estampida playera de Tiburón (Spielberg, 1975) son hallazgos que se agradecen. Eso, más el trabajo de un sólido elenco de comediantes, suben el promedio de una película que sin esas pequeñas virtudes, bien podría haber sido olvidable.