El mito del aguante rockero
El documental colectivo reúne un conjunto de seis historias que sugieren que quizás el rock está muerto, pero que las leyendas son inmortales.
Existe un territorio en el que el relato mítico sobrevive aun en pleno siglo XXI. No, no es el cine, que tal vez perdió ese poder cuando se convirtió en una máquina de hacer chorizos (que serán más ricos o más feos, pero siguen siendo chorizos), sino el rock. No faltará quien afirme que este género, que durante décadas fue emblema de la rebelión juvenil y catalizador de la eterna búsqueda adolescente, lleva muerto unos cuantos años, también convertido en fábrica de embutidos. Lo cual es parcialmente cierto, porque el rock perdió su carácter revulsivo más o menos con la muerte de Kurt Cobain. A partir de ahí el marketing le ganó la pulseada a la actitud y lo que en la actualidad sobrevive a nivel masivo es apenas el packaging dentro del cual se vende la fotocopia color del rock.
Sin embargo existe un núcleo de resistencia en el que todavía habita el principio esencial del alma rockera. No por nada uno de los sinónimos de resistencia es aguante y el aguante es una de las características que definen a esa corriente subterránea en la que hoy encarna aquel espíritu original. El documental colectivo Los periféricos reúne un conjunto de seis historias que conjuran el mito del aguante rockero y con ellas demuestra que tal vez sea cierto que el rock está muerto, pero que las leyendas son inmortales.
Estos seis episodios, cada uno contado con el estilo que le imprimen sus directores, rescatan distintas figuras que si bien remiten a un pasado de gloria, también demuestran que la llama sigue viva. Así cuentan el mito de Max, cantante de los punk Secuestro, cuyos graffitis invadían las paredes porteñas allá en los ‘80, quien hoy es docente en la facultad de medicina. O el de Raúl “Rulo” Fernández, violero de La Máquina, combo que integra la genealogía básica del rock nacional pero de quienes hoy casi nadie se acuerda. O el de Enrique Symns, el Henry Chinaski argento, legendario editor de la revista Cerdos y Peces que sigue acoplando su poesía proletaria a los acordes que le prestan un grupo de jóvenes bluseros. O las figuras de Gus y Batra, responsables del Salón Pueyrredon, emblema de la contracultura que resistió al menemismo y, si el rock quiere, también sobrevivirá a la era Macri. O el de Eddie Pequenino, padre del rock local al que todas las enciclopedias se han encargado de olvidar.
El carácter ecléctico de estos registros le da a Los periféricos una estética de fanzine punk, aquellas revistas autogestivas cuya diagramación le debía todo al arte bastardo del collage. En esos saltos un poco desprolijos que la película va dando de un episodio al otro se encuentra la riqueza de este trabajo, que también recupera el espíritu de grupo que suele identificar al rock. Los periféricos vuelve a demostrar que una buena película no siempre es el resultado de una forma sublime, sino el producto de una búsqueda propia que ayude a potenciar la historia que se cuenta. Y en este documental fondo y forma no podrían estar más entramados.
Como en todo mito, en estas historias lo popular juega un rol decisivo, en tanto que la mitología siempre lo es por definición. En este punto vuelve a ser necesario distinguir entre popular y masivo: ninguna de las historias de Los periféricos retrata a una figura o un fenómeno masivo. Tal vez lo más cercano a eso sea el caso de Pequenino, pero al que el olvido le ha quitado ese carácter. En ese sentido el título del film también resulta adecuado: se trata de personajes y de historias que se han quedado en los márgenes y es desde ahí que su aura se proyecta de una forma casi siempre heroica. Porque por lo general el mito no encarna en la figura del que triunfa, sino en la de quien es derrotado pero aun así pelea por mantener su dignidad. Eso es el aguante. Eso es el rock y de eso trata también Los periféricos.