Tras su estreno en la Semana de la Crítica del último Festival de Cannes, llega a los cines argentinos esta segunda película de ficción de la directora de El verano de los peces voladores.
Reconozco una dificultad central con muchos films chilenos sobre la dictadura, especialmente los de ficción. A diferencia del cine argentino (o de la Argentina en general), la sociedad chilena ha sido mucho más ambigua y menos determinada a la hora de juzgar los crímenes de la época de Pinochet. Y varias películas de hoy –en las que miembros de la alta sociedad, cuyos familiares fueron cómplices y parte de ese gobierno, descubren esas conexiones– me resultan un tanto viejas y algo banales, como si estuviera viendo remakes de La historia oficial, hecha aquí menos de dos años después del fin de la dictadura, en 1985.
Aceptando esas diferencias –a las que hay que sumar que buena parte de la clase alta chilena sigue defendiendo algunas o muchas de las cosas que se hicieron durante la dictadura y que el sistema económico neoliberal en extremo no cambió demasiado–, Los perros plantea una situación clásica, ligada al descubrimiento que una mujer (Antonia Zegers) hace respecto al rol no solo de su familia sino también de buena parte del universo que la rodea en esa criminal etapa del país.
Si bien cuesta creer que a casi tres décadas de la caída de Pinochet haya gente de 40 años que no sepa mucho lo que pasó en esos aciagos tiempos, esta joven altiva, orgullosa y un tanto insoportable entra en una relación casi perversa de maestro-alumna con un profesor de equitación cuyo pasado ligado a crímenes de la dictadura es, por decirlo suavemente, más que dudoso. Pero más que ponerse en investigadora, a Mariana la situación parece fascinarla, llevándola a alejarse de su marido para flirtear con el veterano y denunciado ex militar (Alfredo Castro), entre otras personas. Se ve que meterse a lidiar con la dictadura, de algún modo, la excita.
El juego, un tanto perverso y a la vez bastante banal, intenta subrayar la ceguera de la clase alta chilena respecto a los crímenes cometidos en su país. El tema no necesita una película para ser entendido, ya que es bastante evidente. Si lo necesitara, de todos modos, la película no sería esta sino algo más parecido a El pacto de Adriana que pone en conflicto de forma más honesta y menos forzada una similar situación de tardío descubrimiento. La película de Said quiere jugar con los límites y reglas que la clase alta chilena ha roto y sigue rompiendo –empezando por las evidentes y casi caricaturescas negaciones, que incluyen estereotipados personajes de la clase alta argentina, como el que sobreactúa Rafael Spregelburd–, pero se queda a mitad de camino en un juego pícaro que es más trivial que provocativo.