Espíritu lúdico
En Los pingüinos de Madagascar hay, obviamente como en toda secuela o -nuevo curro conceptualizado- spin-off, una espíritu recaudador: si estos personajes funcionaron, y muy bien antes, no hay por qué pensar que no seguirán funcionando. Que Hollywood -vaya novedad- es una industria, y el cine animado parece ser uno de sus principales nichos. Sin embargo en este estiramiento del universo Madagascar hay una cosa mucho más saludable que se explota, que no tiene que ver tanto con los personajes sino más bien con un espíritu juguetón y un humor vertiginoso que funcionó a la perfección en Madagascar 3. Si bien los resultados aquí no son tan contundentes, la película de Eric Darnell y Simon J. Smith avanza sin preocuparse demasiado por las enseñanzas y con la mira puesta en perfeccionar cada chiste que se les cruza.
El cine animado alumbrado a la sombra de Disney, hay sabido explotar dos vertientes posibles: el musical o la fábula aleccionadora. Pero desde su origen, Dreamworks se vio mucho más preocupada en utilizar la animación como un territorio fértil para la comedia, tal vez intentando recuperar lo que significaron los Looney tunes para la cultura popular norteamericana del Siglo XX. En primera instancia fue Shrek, pero su fórmula de humor pop y autoconciencia terminó agotándose rápido. Y tal vez impensadamente (si tenemos en cuenta lo floja que fue la primera parte), Madagascar sembró el terreno para que se dejaran de lado ciertos vicios repetitivos y se agudizara el sentido del humor salvaje. Los pingüinos de Madagascar es entonces un paso más en esa reconversión de Dreamworks como la casa de la animación cómica.
Lo que hace la película es expandir el universo que, uno suponía, tenían esos personajes, relleno de la saga principal. Sumado esto a una serie animada que los tuvo como protagonistas, el film no hace más que explotar una de las vertientes más visitadas por el cine animado: la comedia de acción. Los pingüinos siempre se vieron envueltos en situaciones de un absurdo mayúsculo, potenciadas por una falta de discernimiento sobre la realidad que poseían Rico, Kowalski, Skipper y Cabo. Ellos creen (como aquel perro Bolt) que el universo que habitan es un espacio repleto de riesgos, una reescritura del cine de acción y espionaje. El film los mete, entonces, en el ritmo de una de aventuras.
Y tal vez eso sea lo peor de la película, ya que acota el espíritu anárquico de estos personajes a una historia con su evidente presentación de conflictos y resoluciones. Pero, claro, aquello que resulta incontrolable es muy difícil meterlo entre cuatro paredes: y ahí es donde el humor de estos personajes surge victorioso, atravesando incluso los problemas de una trama con evidentes baches narrativos. Hay mucho humor visual, pero también verbal: los chistes en Los pingüinos de Madagascar surcan la pantalla a la velocidad de un proyectil. Y, claro, como en toda película que arriesga, algunos disparos dan en el blanco y muchos otros no. Obviamente aquello que funciona lo hace, y muy bien (el prólogo donde se cargan a todas los documentales sobre vida animal, un plano secuencia que los lleva de avión en avión), y la película crece cuando menos se preocupa por un orden establecido y deja sueltas a esas criaturas delirantes.
Los pingüinos de Madagascar es una película muy divertida, que establece un piso más o menos alto para la experimentación humorística que está llevando adelante Dreamworks, y que tiene que ver con dejar de lado la sensiblería, aún pasándose por momentos de rosca con el cinismo. Si la película no funciona mucho mejor es por un vértigo excedido y porque se nota una falta de ambición general, que pone a esta película como un producto intermedio entre aquellos films de la casa que son pensados como grandes obras, como es el caso de Cómo entrenar a tu dragón 2.