Mark Waters es uno de tantos directores norteamericanos a quienes, a veces en forma peyorativa, se suele caracterizar bajo la designación de artesanos. Su octavo largometraje está en la misma línea de varias de sus películas precedentes: “Un viernes de locos”, “Las crónicas de Spiderwick” o la inmediatamente anterior “Los fantasmas de mi ex”. Se trata en todos los casos de comedias amables, calificativo también aplicable a “Los pingüinos de papá”, aunque en este caso los resultados sean un poco más destacables. Quizás pueda atribuirse esta mejoría al libro en que está basado, “Mr. Popper’s Penguins”, un clásico escrito en 1938 por Richard y Florence Atwater y que nunca fue llevado a la pantalla. O también a la elección de actores, particularmente dos de ellos.
Jim Carrey es Mr. Popper, un exitoso y creativo ejecutivo, quien vive separado de esposa (Carla Gugino) e hijos en una lujosa mansión de Nueva York. Su hija mayor (Madeline Carroll) particularmente no le guarda afecto al sentir que el padre privilegió el trabajo, descuidando la atención de su familia. Hay también referencias al padre ya fallecido de Popper, que se las pasaba viajando y comunicándose por radio desde lejanas latitudes.
Justamente cuando se inicia el film, Popper recibe un regalo póstumo de su progenitor que no es ni más ni menos que el que da título a la obra. Pero en verdad no serán uno sino seis los pingüinos que llegan por correo al departamento y que protagonizarán una serie de divertidas situaciones. Quien más gozará de la visita de las mascotas será el hijo menor de Popper, cuando su padre transforme el piso en que vive en un verdadero hábitat con nieve incluida.
Una subtrama importante, relacionada con el trabajo del insólito personaje central, será la tarea que le imponen sus jefes de lograr cerrar la compra de un famoso restaurant neoyorquino. Lo que ignora su dueña es que el plan consiste en tirarlo abajo y transformarlo en propiedad horizontal. Y aquí aparece el “plus” prometido para los cinéfilos, dado que quien interpreta a la posible vendedora es una dama inglesa de 85 años en plena forma. Algunos la recordarán por “Travesuras de una bruja”, pero si uno revisa su abundante filmografía se encuentra con la sorpresa de que su debut en 1944 la encuentra en roles no tan secundarios en dos films antológicos. Angela Lansbury debutó junto a Ingrid Bergman, Charles Boyer y Joseph Cotten en “La luz que agoniza” (“Gaslight”) del gran George Cukor. Y como si fuera poco ese mismo año acompañó a la recientemente fallecida Elizabeth Taylor y a Mickey Rooney (que le lleva cinco años con 90 cumplidos) en “Fuego de juventud” (“National Velvet”) de otro grande, Clarence Brown. La sola posibilidad de ver a la veterana actriz justifica esta película que en ningún momento aburre logrando además que los pingüinos, tanto los amaestrados como los digitales, sean otro de los atractivos de esta agradable comedia. Lástima que esté doblada al castellano.