Volver a hacer marchar a los pingüinos.
Un pingüino es un animal de una gracia innata. Partiendo de esta premisa y reforzando la idea sumando el estilo Charles Chaplin a su simpatía, la inclusión de éstos simpáticos animales a la labor de Jim Carrey, creador de un estilo en el humorama mundial, parece propiciar el escenario ideal, perfecto, para el desarrollo de una comedia familiar de características excepcionales. Pero no.
Los Pingüinos de Papá resulta entonces, una película más, del estilo El Regalo Prometido (Jingle All the Way, EE.UU 1996), pero con el no despreciable detalle de contener al único animal que no convivió con el actor sorpresa del drama. Desde Ace Ventura: Detective de Mascotas (Ace Ventura: Pet Detective, EE.UU. 1994), Carrey se relacionó con todo tipo de criaturas solo para comprender su imposibilidad o incapacidad natural de relación humana.
El pingüino como disparador, como nexo, como excusa y solución a todo un argumento que intenta narrar fallidamente las peripecias de un hombre soltero, exitoso en el externo universo superficial y no en el ámbito familiar y humano.
Revivir el pasado en pos de un recuerdo asombrosamente carente de contenido y nebuloso como los campos de Escocia (diría Willie el escocés), la figura del padre de Popper encarna la falta de sentido analítico de la progresión de un filme.
¿Aciertos? Si, muchos, pero son aquellos que corresponden a la rama técnica-fotográfica de la labor fílmica, hoy por hoy nada fuera de lo común si se tienen en cuenta los abultados presupuestos de cualquier película menor en Estados Unidos, y más, considerando el protagónico apelado.
Mensaje subterráneo es el que se compone bajo la risotada fácil de Los Pingüinos de Papá, intentando reivindicar la imagen de una nación con preocupantes índices de discriminación y racismo, a través de la analogía animal-humano. Por otro lado, más preocupante resulta el sufrimiento natural de los animales en cautiverio que, ya sea para resguardarlos de la intemperie o para llevarlos a un pseudo hábitat natural, resultan faltos de cuidado real a excepción de los casos en donde la satisfacción humana entre en juego. Ni hablar del interés capitalista que suscita la visión del filme, opacando el sentimiento por más forzado y falso que éste resulte.
Respecto de Mark Waters, puedo decir que el estilo comedia familiar no va dentro de su impronta directiva, debido a que las producciones bajo su mando que llegaron a elevarse por encima de la media, fueron comedias del estilo adolescente-que-pelea-por-sus-derechos-etcétera-etcétera. La cámara del director de Los Pingüinos de Papá, ha sabido encaminar eficientemente películas como Chicas Pesadas (Mean Girls, EE.UU 2004) o Un Viernes de Locos (Freaky Friday, EE.UU 2003), para que alcancen a su destinatario y no para que compartan 90 minutos de linealidad inmutable (caso de su último filme, el que nos convoca), con un espectador que tranquilamente podría pasar el rato contando los minutos que pueden y deben extraerse de la cinta para, igualmente, comunicar la idea primigenia.
Pero dejando las columnas de defectos al margen, Los Pingüinos de Papá no está destinada al fracaso comercial, sino a equiparar la media de la taquilla por lo menos nacional. ¿Por qué? Debido a que el carácter inclusivo, cuasi-emotivo y convocante del núcleo familia, es de vital importancia para la ganancia de adeptos durante el receso escolar, más aún cuando el mito que realiza el llamado es un doblado Jim Carrey, esa persona que abandonó su nominalizad para convertirse en sinónimo de comedia y risa asegurada.