Que se trata de una adaptación literaria queda clarísimo desde sus primeros minutos. Síntoma típico de una mala traslación: cada diálogo suena dislocado de la puesta en escena, evidenciando una comunión torpe entre la sugestión de la imagen y la necesidad literaria de bajar información. Por ejemplo: Francella resopla, se seca la transpiración, la luz es contrastada, e inmediatamente exclama: “Qué calor”.
O bien los personajes anuncian que están por irse, cuando es el mismo desplazamiento en el encuadre lo que explicita esta retirada. La redundancia llega al colmo cuando se subrayan sentimientos: allí la gesticulación se convierte en el suplemento dietario de la palabra, cuando debería ser al revés. Que en un primer plano de Francella angustiado aparezca la frase “Me hacés mal”, indica la impericia del director Alejandro Maci para separar la materia prima de la novela de la potencia plástica del cine.
No se reducen los problemas a estas manías de adaptación. El filme se divide en una primera parte melodramática y en una segunda policial. Sólo a los 50 minutos de metraje, cuando el crimen acapara el relato, el asunto levantará un poco de vuelo, con una atmósfera a lo Agatha Christie desafiando el ingenio del espectador. Previo al cambio de registro, Los que aman, odian narra con fuego desaturado el reencuentro casual de dos amantes en un hotel perdido en la arena. Gran parte de la insipidez recae en la desorientación actoral de la dupla protagónica.
Lopilato y Francella tienen elementos para crear personajes complejos pero sólo entregan un puñado de emociones comunes. La función de femme fatale en Lopilato se sintetiza en vestidos rojos, miradas lascivas y frases ingeniosas, mientras que Francella no trasciende su corporeidad cómica. Ni siquiera Pablo Trapero en El Clan pudo quitarle su ADN risueño. Si a la insistente música trágica de esta película la suplantasen por un solo de banjo, cada aparición de Francella con su andar despistado dibujaría una sonrisa en el espectador.
El resto del elenco se ajusta un poco más a la sintonía de Maci: un costumbrismo de época apesadumbrado. Pero la escasa imaginación para armar puestas (o el exceso tóxico de clasicismo), más la cobardía para incursionar de lleno en el thriller psicológico, deja desprotegido incluso a Juan Minujín y Carlos Portaluppi, dos de los más diestros actores de cine que haya dado el país.