Entre la frivolidad y la apatía general
Un asado dominguero es el ámbito en el que se mueven los seis protagonistas de esta ópera prima, que muestra hábitos y costumbres de la burguesía acomodada de las grandes ciudades. Un registro interesante que por momentos abusa de la exhibición de lo patético.
Hace un par de días y en estas mismas páginas, Luciano Quilici se refirió a la génesis de Los quiero a todos, obra teatral de su autoría que él mismo adaptó a la pantalla grande, definiéndola como un retrato de aquellos treintañeros pertenecientes a “la burguesía acomodada de Buenos Aires o de las ciudades grandes” centrada en “cómo vive esa gente que tiene todo lo que el sistema te dice que hay que tener para ser feliz”, pero a los que las cosas no les cierran. En esa línea, los seis protagonistas de su ópera prima, todos aunados en un asado dominguero al aire libre, oscilan entre la frivolidad –no es casual que en esa entrevista se hablara de los resabios de ’90–, el cuestionamiento existencialista de sus actos y una apatía generalizada, configurando así una patada a la entrepierna de ese segmento social y etario. Patada que Quilici tiene la delicadeza de no subrayar, evitando cualquier atisbo acusatorio hacia sus criaturas. Y eso que los flashbacks que describen los días del sexteto previos a la comilona muestran que si había algo que sobraba en el film era materia prima para “reírse de” en lugar de “reírse con”.
Pero ojo que esto no implica que el cineasta las defienda y mucho menos las entienda, sino que elige ubicarse en un punto medio, limitándose a presentar un mundo y dejarlo desenvolverse sin intervención, construyendo un artefacto que bebe principalmente del cinismo y el patetismo de Todd Solondz, aunque sin su crueldad y el humor deadpan del cine indie de los primeros noventa. Allí están, entonces, el ex nene bien (Santiago Gobernori) que jamás trabajó y ahora intenta iniciar una relación con su mucama digna del mejor Cronenberg, vaya uno a saber si por amor, obsesión o mero capricho clasista. El espíritu del canadiense también sobrevuela en el vínculo que otro de ellos, en este caso un actor neurótico (Ramiro Agüero), establece con una hermosa morocha que conoce en una parada de colectivo y a la que no duda en disfrazarla de quinceañera para hacerla bailar. Una de las chicas (Leticia Mazur), aparentemente docente, tampoco la pasa del todo bien curtiéndose a quien se le aparezca delante, incluido algún alumno sub-20. “¿Por qué nadie se enamora de mí?”, se lamenta ante otro amigote (Diego Jalfen) justo antes de proponerle... bueno, ya se sabe. Que éste se vista con la ropa del papá muerto y ande a los abrazos con mamá exterioriza que su psiquis tampoco está del todo equilibrada.
El sexteto se completa con un matrimonio aquejado por la inercia y el desamor. “Me haría una paja mirándote y me iría a dormir”, le dice él (extraordinario Alan Sabbagh) a ella (Valeria Lois) en la habitación. La destrucción latente del vínculo y la preponderancia que la pareja le da a su imagen puertas afuera sintomatiza el carácter implosivo y abroquelado de todos los personajes. Quilici define con precisión absoluta esas características, adosándole progresivamente más y más líneas al contorno emocional de cada uno de ellos. Pero esa virtud es también el principal problema de un film que por momentos parece asfixiarse por un recorte empecinado en no ir más allá de la exhibición de lo patético, impidiendo así que el resultado final tenga un volumen aún más complejo y fundamentalmente más humano.