Delirium Tremens
Los quiero a todos (2012) es un interesante fresco generacional de los de “treinta y pico”. Gracias al trabajo de un grupo de sólidos actores con experiencia teatral, el realizador Luciano Quilici expone en una serie de viñetas los vaivenes emocionales de un singular grupo de amigos.
Dado que se trata de una transposición de su propia pieza de teatro, hay un fuerte vínculo con lo teatral en la propuesta de Quilici. Una cualidad que suele apuntarse como defectuosa cuando se analiza un film, pero aquí se trata más bien de una virtud. Una serie de ajustes en el procedimiento cinematográfico traza en Los quiero a todos un puente con lo eminentemente teatral, pero que en vez de jugar en contra de la narración de cine le aporta un extrañamiento funcional. Algo así ocurre en algunos films de François Ozon (Gotas que caen sobre rocas calientes, 1991; 8 Mujeres, 2001) o de Alain Resnais (Corazones, 2007), por citar dos casos más o menos recientes. Con una cantidad de secuencias que en su mayoría involucran a pocos personajes y que desarrollan diálogos en su mayor parte descriptivos (también, claro está, hay otros en función de la progresión dramática), Los quiero a todos se interna en las vivencias de unos amigos que se conocen desde hace muchos años.
Está el que intenta, en medio de la reciente pérdida de sus padres, iniciar una extraña relación con su mucama; el neurótico al que lo seduce una bonita y dulce muchacha con la que no logra liberarse de su conducta apática. También está la joven que tiene frecuentemente sexo casual, pero que no puede paliar su angustia. Tal vez, el mejor amigo de esta chica (obsesionado con reemplazar a su padre) pueda ayudarla. Y en medio de ellos deambula una pareja en estado de fragilidad, por los trillados reproches de él, bastante alejados de lo que piensa y siente su mujer. Todos estos conflictos serán ampliados y/o contrastados en lo que parece una mini-vacación en una casona, motivo para que los amigos –a la manera de un drama chejoviano- den rienda suelta a una serie de diálogos anodinos y a la vez cargados de tensiones solapadas. Diálogos que, por otra parte, hacen gala de un humor muy bien jugado por el elenco. Sería injusto destacar a alguno o algunos, pues todos ellos le sacan brillo al rol que les tocó asumir.
A la filiación con el drama de Chejov en los diálogos, también podría sumarse la pertenencia burguesa de los personajes, que –acorde a los tiempos que vivimos- transitan su cotidianeidad con cierta frivolidad y conductas de “eterna adolescencia”, cualidades que lejos de transformarlos en personajes maniqueos los hacen más contemporáneos. Por fortuna, persiste en ellos un dejo de ternura que, aún en la estupidez con las que en varias oportunidades proceden, los hace queribles y por lo tanto proclives a la identificación con el espectador.
Los quiero a todos tiene algunos momentos mejor logrados que otros, pero la propuesta de Quilici gana por su concisión (dura 75 minutos), y por ciertas libertades que se toma (una secuencia coreografiada) y se integran a este fresco generacional de forma orgánica.