Extraña proeza sucede en Los quiero a todos, una serie de elementos que en el 99% de los casos se utilizarían para denostar un film, ahora son los puntos que juegan a favor, como si las circunstancias se hubiesen invertido; nada de lo que funciona en la lógica de una película formal es apreciado en esta ópera prima de Luciano Quilici de la misma manera. Quizás esto hable de la subversión solapada que se respira constantemente.
En primer lugar, Los quiero a todos entra en ese limbo del llamado “film sobre la nada”, un grupo de amigos que se reúnen, y sus charlas son la esencia del vacío, casi produce una sofocación; los diálogos van sobre variados temas y ninguno de peso aparente, todo es liviandad y superficialidad. Sin embargo, no es este un hecho del azar o de la falta de rigor, todo está controlado, y en ese no decir nada se dice todo.
El segundo elemento es su procedencia teatral para nada disimulada, Los quiero a todos fue anteriormente una puesta en escena del propio director, y aunque se la airee, los planos cerrados, las escenas cortadas, y los escenarios mínimos, demuestran su procedencia.
Todo sucede en un día de campo, un día de descanso que seis amigos, claramente provenientes de la ciudad, se toman para encontrarse; se conocen de toda la vida, son mejores amigos, y cada uno tiene su historia propia que es mejor no adelantar y que colisionará con los demás.
Son nenes y nenas bien, treintañeros pero eternos adolescentes, que hablan entre sí, y la cámara los sigue como el ojo del espectador, como con curiosidad de una intimidad. No suele haber planos abierto con los seis, todo es acotado a dos o tres personajes que aparecen en escena. Y sin embargo, otra vez, Quilici hace que juegue a favor para crear un ambiente agobiante ante la frivolidad, una tensión asfixiante sobre nada, porque pareciera que no está pasando nada ¿o no?
Otro elemento extrañamente a favor es lo despojado de su fotografía, lo cual suma al aspecto teatral, casi no hay preciosismo, es una cámara que observa pero no es protagonista; podría interpretarse como frialdad, sin embargo resulta una correcta elección para determinar de qué estamos hablando.
También debe considerarse su corta duración, Los quiero a todos no llega a una hora veinte minutos, 75 minutos para ser exactos, y sin embargo es el tiempo exacto para desarrollar todo y que no se desbarranque, una obra corta pero que deja algo consigo una vez finalizada.
En definitiva, Luciano Quilici maneja una ópera prima atípica, hablamos de una película que constantemente pareciera derrumbarse, estar a punto de abrumar, aburrir, pero no, en su nada existencial hay algo que atrapa, una pintura de fresco generacional muy lograda. ¿es casualidad que llegue a una semana de otro fresco de edades similares como 20000 Besos? Posiblemente sí, y aunque sus miradas y estilos son diferentes, podría imaginárselo como un posible díptico o función doble.
Para contar esta simple historia de amistad y convertirla en un análisis de clase y generación, Quilici cuenta con un importante as, un puñado de actores que para el común serán casi ignotos (salvo el promisorio y últimamente omnipresente Alan Sabbagh) pero que cuentan con trayectoria teatral; todos cumplen sus roles como si fuesen delineados para ellos, crean una simbiosis de grupo, y todos tendrán su momento de destaque.
Los quiero a todos es una película frágil, estructurada como algo que cierra a la perfección pero que ninguna pieza puede moverse para no derrumbarse; el gran logro de su director es llegar manteniendo esa armonía, y así, poder disfrutar de un film que dice y deja más de lo que aparente, que cada uno saque sus conclusiones.