Pelicula anclada por su origen teatral
Cada expresión artística tiene sus códigos. Por supuesto que las reglas muchas veces pueden doblarse hasta quebrarse, si eso es lo que requiere la obra en cuestión. Para hacerlo, el contrato establecido entre el creador y su público debe estar lo suficientemente afianzado como para que el abandono de las convenciones no afecte la narración y pueda conmoverlo.
En cine, uno de los elementos para establecer ese lazo entre el relato y sus espectadores es la actuación de sus protagonistas. Que, en el caso de Los quiero a todos , como casi todos los elementos que lo componen, revela el origen teatral de la historia y los personajes. Las interpretaciones de los muy interesantes actores principales sencillamente ocurren en el marco equivocado. El artificio de la actuación, aceptado y hasta buscado en el teatro, rara vez funciona en el cine, y para hacerlo necesita de una puesta en escena que explore hasta el límite su vena escénica o la ignore por completo. Ninguna de esas dos instancias ocurre en este film dirigido y escrito por Luciano Quilici, que adaptó su propia obra para el cine convirtiendo las escenas en viñetas que revelan las patéticas y superficiales vidas de seis amigos reunidos en una quinta en la que nadie parece estar pasándola demasiado bien. De hecho, no hay en este grupo un personaje que permita alguna posibilidad de identificación real.
Los monólogos muchas veces generan la reacción contraria: un rechazo provocado por la trivialidad y la facilidad con la que enuncian crueldades sin que se genere conflicto alguno. A las dos integrantes femeninas del conjunto les tocan los poco inspirados arquetipos de la amiga puta y la esposa sumisa, y apenas los personajes interpretados por Alan Sabbagh y Santiago Gobernori logran, por momentos, elevarse por sobre el material con el que trabajan.