Seis tristes burgueses que hablan
Una pareja resquebrajada que acusa en sus rostros y conversaciones lacerantes el tedio y desgaste tras más de una década de convivencia; un muchacho confundido y huérfano de padres que se enamora de su empleada doméstica y le propone repoblar el Paraguay; una errática profesora en plan de fuga hacia otros horizontes que pretende transitar la aventura de ser madre soltera y valerse del esperma de su amigo para cumplir el objetivo o las andanzas de un actor vocacional que vive un tormentoso flechazo amoroso con una chica pero no puede comprometer ni una cuota de cariño hacia ella, son las pequeñas historias que se entrelazan en el microcosmos de Los quiero a todos, ópera prima del dramaturgo y ahora debutante Luciano Quilici, quien buscó trasladar su obra teatral homónima al lenguaje cinematográfico apelando entre otras cosas al recurso narrativo de la enunciación con un resultado óptimo.
La galería de personajes, que bajo el pretexto de una reunión de amigos para un asado dominguero, encarna a veces desde la individualidad y otras como parejas aspectos propios de una burguesía porteña heredera del menemismo que exhibe sus aristas más visibles en cuanto a la ideología de clase pero también desde el discurso de la frustración y el cinismo propio de un grupo social muy identificado con personas de una franja etaria no mayor a los 40.
La estructura del relato, que aprovecha la capacidad interpretativa de un elenco sólido donde debe destacarse la performance de Alan Sabbagh (indiscutiblemente un gran actor que promete dar muchas sorpresas de seguir por este camino) por encima del resto del reparto, integrado por Leticia Mazur, Ramiro Agüero, Valeria Lois, Santiago Gobernori y Diego Jalfen, inserta y entrelaza diferentes viñetas como marco de la exposición y enunciación de un conflicto, en el que cobran importancia tanto las palabras como los silencios o aquellos tiempos muertos incómodos que se mezclan con una densidad narrativa y profunda más que interesante.
Como suele ocurrir con propuestas minimalistas de estas características no todas las historias o anécdotas conservan el mismo relieve de atractivo para el espectador pero lo que sí se respeta desde el punto de vista cinematográfico es la renuncia manifiesta al juicio de valor sobre los personajes y sus actitudes para dejar que emerja un discurso sesgado, aunque reconocible y creíble.
La eficacia de esta ópera prima reside precisamente en no teñir una atmósfera de absoluta intimidad y pesadumbre con un patetismo incipiente, no por ello menos cínico, que hace dificultoso un camino de identificación emocional con alguno de los personajes.
Luciano Quilici sabe dosificar desde los diálogos la información para construir con sutileza a sus personajes y por momentos traslada una puesta en escena semi teatral que permite el lucimiento de sus actores sin la consabida sobre actuación que tantas veces malogra películas argentinas similares.