Como mucho cine argentino reciente, Los salvajes ensaya el camino inverso al recorrido por el NCA: en vez de la ciudad, el espacio vital de los personajes es una naturaleza inhóspita plagada de amenazas. Un grupo de chicos se escapa de un instituto de menores y se dirige a la casa del padrino de dos de ellos. Conforme avanza el viaje, el destino es cada vez más incierto; de una forma u otra, la trama va dejando personajes por el camino hasta quedar solamente Simón, el más joven de todos, el que dice poco y reza mucho. Los actores son un hallazgo notable: tanto las caras (marcadas, entre otras cosas, por cicatrices) como los cuerpos, los gestos y el habla son el sostén visual y narrativo de la película. Alejandro Fadel confía ciegamente en ellos y por eso Los salvajes descansa en buena medida sobre planos detalle de piernas, brazos o rostros que miran el fuego. El supuesto carácter polémico surge de la cercanía que la película mantiene con unos personajes violentos, asesinos y ladrones, sin que nunca se intente justificar sus acciones recurriendo a la excusa de un pasado terrible. Hay un solo momento (que corre por cuenta del gigante Monzón) que parecería que apunta en esa dirección, pero más que un argumento que explique el asesinato innecesario del comienzo, su monólogo cumple otra función: humanizar a uno de los personajes más peligrosos mostrándolo consciente de sus actos y capaz de experimentar culpa por eso. Pero no es cuestión de enaltecer a los protagonistas mediante algunas pocas palabras dichas en tono solemne: Los salvajes se hace cargo de sus criaturas, no es gentil con ellas y elige contar su historia sin importar lo oscura que pueda ser, siempre colocándose a la par del grupo y buscando la belleza oculta que anida en sus movimientos torpes, su expresión hosca y sus deseos criminales.