Parábola moral, física y visual
Cinco adolescentes que se fugan de un instituto de menores son el centro de un relato de iniciación, en el que el director Alejandro Fadel se enfrenta al problema de mostrar en pantalla los procesos metafísicos de sus personajes.
No la tenía fácil Alejandro Fadel. Como si fuera insuficiente el desafío de realizar una película de más dos horas de duración –el corte original era de 130 minutos; éste es de 119– por fuera de los mecanismos habituales de financiación del Incaa, Los salvajes está producida por La Unión de los Ríos, misma compañía detrás del éxito de El estudiante, de Santiago Mitre. Por si fuera poco, ambos debutantes llegaron prohijados por sus trabajos previos en los guiones de varios films de Pablo Trapero, hecho que abría aún más las puertas para una potencial comparación. Pero Fadel esfuma toda esa matriz en común con una película de infinitos matices cuyos únicos puntos en común con El estudiante son la construcción de una enorme maquinaria narrativa y el zarandeo de los cánones tradicionales de ese compendio muchas veces inabarcable que es el cine argentino.
Un adolescente visiblemente tensionado susurra rezos con las manos entrecruzadas, otro saca un arma envuelta en un nylon de un pozo de agua, un tercero observa agazapado a través de una ventana enrejada y, finalmente, todos los anteriores y algunos más se echan miradas cómplices durante la oración previa a un almuerzo en un comedor comunitario, rodeados de decenas de otros jóvenes tan chicos como ellos o más. Los primeros tres minutos de Los salvajes son un resumen casi perfecto de lo que vendrá: sofisticación clásica, vocación por narrar a través de imágenes y no de parlamentos, y la requisitoria de un espectador atento, todo atravesado por el misticismo y el peso de la religión. Lo primero y segundo se manifiesta en la entrega dosificada de la información justa y necesaria para construir las coordenadas espaciales y circunstanciales del relato: un quinteto de chicos planea el escape de un instituto de menores ubicado en un terreno inhóspito, con escasos vestigios de urbanización alrededor (de allí una de las posibles interpretaciones del título). La secuencia de la fuga termina con uno de ellos baleando a un guardia-perseguidor en el patio. La cámara lo muestra a través de un plano general estático, configurando así una imagen similar al punto culminante de la escena del tractor que abría Historias extraordinarias, quizá la depuración máxima del cine como maquinaria narrativa surgida de estas tierras.
Una vez afuera, el quinteto –cuatro chicos y una chica– caminará largos días por terrenos serranos con un rumbo inicialmente desconocido para el espectador, pero que se develará con el correr de los minutos. Articulado como un western, el recorrido funciona como disparador de tensiones grupales, pero también como abono para el florecimiento de la sensibilidad lúdica escondida bajo una coraza impuesta por la falta de contención emocional, tendencia perceptible sobre todo en el personaje femenino. Basta ver cómo actúa ante un vestido o la explicación de los tatuajes que le da a un compañero mientras retoza desnuda junto a él. “Esta es una Glock semiautomática. Es como la del Counter, ¿viste?”, dirá. Allí está, entonces, la inocencia de la niñez resquebrajando al salvajismo corruptor, segunda interpretación posible del título, quizá la más dual, discutible y, por lo tanto, interesante: lo salvaje equiparado con lo marginal y la baja cultura, sí, pero todo retratado como si no hubiera otra posibilidad ante un mundo que no brinda respuestas a la incertidumbre de un futuro. De esta forma, Los salvajes sería el relato de iniciación que incluye no sólo el recorrido, sino también la búsqueda de un punto de llegada, de una alternativa ante esa suerte de destino manifiesto.
El problema pasa, entonces, por cómo mostrar en pantalla esos procesos enteramente metafísicos. Y es a partir de las decisiones tomadas por Fadel (el primer plano de un cielo nublado después de una muerte será el primero) en esta encrucijada donde Los salvajes empieza a empantanarse. Como las criaturas que la habitan, la historia va pasando de la exultación de la mitad inicial a la introspección, configurando un dispositivo de ambición creciente. Así, cargada de simbolismos, Los salvajes construye una parábola no sólo moral y física para sus protagonistas, sino también visual: de la sequedad y frialdad de un thriller de los ’70 al misticismo y la fantasía del último Malick.