Alejandro Fadel tiene dominio de la técnica pero muestra cierta falta de fibra narrativa.
Un grupo de jóvenes se fuga de un instituto de menores, dejando muertos detrás, con la idea de recuperar la libertad y alcanzar la casa del padrino de dos de ellos, refugio y comienzo de la nueva vida. Para lograrlo, Gaucho, Simón, Monzón, Demián y Grace deberán atravesar un monte desértico y peligroso. Lo que en principio podría leerse, interesantemente, como una especie de western a la argentina comienza rápidamente a volcarse al género de viaje (interior y exterior) con las consabidas diferencias y traiciones dentro del grupo que irá mermando a medida que los caminos se equivoquen, el punto de llegada se aleje y las relaciones se compliquen.
La potencia del comienzo se va diluyendo en esas jornadas a la intemperie largas y tediosas que narrativamente se muestran predecibles -aunque debe reconocerse filmadas con una fotografía irreprochable (las escenas nocturnas son de una calidad impresionante)-, y donde el guión muestra sus hilos y el origen que da marco a esos chicos y la elección del título (toda una posición del director) quita toda sorpresa.
Además el misticismo que parece apoderarse de la narración (diálogos, puesta en escena) tampoco ayuda demasiado. Y los cielos que se oscurecen, las aves que los surcan y la elección de una banda de sonido que recurre a las cuerdas religiosas o a los tambores tribales para anticipar o anunciar las tragedias demuestran la poca confianza en la imagen y la necesidad de explicitar lo poco que parece querer contarse.
Alejandro Fadel tiene dominio de la técnica y muestra cierta falta de fibra narrativa, un cóctel que deslumbra pero nos deja fríos.