Cómo filmar las palabras que nacen
Una película, por lo general, presupone cierta manera relacional con el espectador -contenida en el desarrollo argumental, caracterizaciones, puesta en escena, montaje, música, etc.-. Es decir, hay una suma de convenciones, de códigos, que se comparten y que prejuzgan al momento de sentarse a ver cine. Todo esto ha sido consolidado así como dinamitado, una y tantas veces más.
Los salvajes cuenta una historia y no cuenta una historia. O, antes bien, deconstruye el parecer del espectador a la vez que, parece, lo ratifica. El inicio mismo, casi prólogo, es evidencia de esto. Los chicos huyen, balacera mediante, del correccional en el medio de la sierra. Huida violenta, de montaje con vértigo. Con un plano que contiene, a manera de saldo, al que dispara con su víctima, uno a cada lado del cuadro, pequeños y de cuerpo entero, con el cálculo justo como para considerar el trayecto de la bala a lo largo de todo lo ancho del cuadro hasta la caída mortal.
Acción, entonces. Hay cine donde hay acción. Pandilla huidiza, bribona, adolescente. ¿Qué más habrá de ocurrir? En medio de la naturaleza, en camino hacia ningún lado, encuentros fortuitos mediante (y uno de ellos el que más y mejor dice, con Ricardo Soulé ermitaño), los compañeros en el escape se miran, se dicen, se besan, se pelean. Pero todo esto, de a poco y tan sensiblemente, se desgaja.
Lo de la sensibilidad sólo es posible porque se trata de una mirada poética. Como si de dejar que las imágenes puedan respirar se tratase. Es verdad, las imágenes de Los salvajes respiran, se humedecen, se consumen. Un cine de contacto natural, cierto, metafísico. Para este último rasgo, primero habrá de desgajarse, se decía. Sacar tantas capas como sean posibles de lo que el prólogo-secuencia prometía. Sólo así lograr después un abismarse que, si el espectador quiere, también habrá de ocurrir en él.
Entonces, si la progresión argumental indicaría un camino habitual, la película de Alejandro Fadel lo desarma. Le va quitando lo que lo haría funcionar en tal sentido. La banda fugitiva se convertirá en ánimas solitarias. Porque sólo será posible quedar sin palabras allí cuando cada uno se enfrente consigo mismo. El diálogo a ocurrir será íntimo, para cada uno, de maneras distintas. En comunión, como se refería, con los elementos naturales.
Deshacer, por eso, una huída que -increíble hombre menguante de por medio- habrá de acallarse para dejar que el fuego ritual surja en medio de la noche. Una vez allí, al fin, el silencio. Y el cine, se sabe, es el único medio que puede filmarlo. Filmar el silencio. Un grado cero desde el cual, ahora sí, volver a contar la historia. Esto es, la palabra.