En fuga hacia ninguna parte
Cinco jóvenes que se escapan de un correccional emprenden, en estado brutal, primitivo, natural, una huida entre la naturaleza.
Hay, en esta opera prima solista de Alejandro Fadel, codirector de la notable El amor (primera parte), un elemento que él mismo procura no subrayar y que -tal vez por eso- alcanza mayor contundencia: la lógica naturalidad del salvajismo de Los salvajes, transmitida sin condescendencia ni, claro, juicios morales. Juicios morales que sí tenemos incorporados aquellos que formamos parte de la civilización -nombre benigno que le damos a la burguesía-, en perjuicio de los supuestos inadaptados, a los que, para ser más justos, podríamos llamar expulsados, huérfanos, abandonados, víctimas.
En el comienzo de esta película plagada de sentidos y matices, pero dinámica, cinco jóvenes -interpretados por actores que no son profesionales- se fugan violentamente de un correccional. Así empiezan una huida hacia territorios personales que parecen más idealizados que reales, a través de una naturaleza hostil o, mejor, indiferente. Lo que ocurre en este primer tramo fue encuadrado como un western, y está bien. Pero también podríamos hablar de una lucha por la supervivencia en los términos más primitivos. En este contexto, ellos roban, cazan, carnean animales, cocinan, se drogan, pelean por el liderazgo: mueren y matan sin piedad y, suponemos, sin culpa. Son lo único que pueden ser: parte de las leyes naturales. Salvajes.
Esta primera parte del filme funciona en dos líneas entrelaza- das con aparente simpleza: la de las peripecias, muchas veces brutales, y la de los vínculos de los cinco jóvenes, cuatro hombres y una mujer: entre ellos y entre ellos y su entorno. Fadel demuestra que la acción y la observación no son incompatibles, que lo narrativo no anula lo contemplativo. Además, no se reduce a buscar la empatía otorgándonos el punto de vista de uno de los cinco prófugos: va desplazando el punto de vista de uno a otro, alternando las miradas de un grupo que a la distancia nos parecía homogéneo, indiferenciado.
Así, con imágenes que hablan más que las palabras -los prota- gonistas comparten una lacónica jerga-, avanza este viaje violento e inhóspito, que transcurre en una especie de no lugar, sin tiempo, o con un tiempo regresivo que parece avanzar hacia una suerte de prehistoria. Poco a poco, aunque el planteo estaba hecho desde el principio, los personajes -los que sobrevivan- irán avanzando también hacia un territorio místico, lo que vincula a Los salvajes con cierto cine de Bruno Dumont y, desde luego, con el de algunos de sus maestros: Robert Bresson y Carl Dreyer, entre otros.
Tal vez, en algún momento del relato, el incesante devenir "salva- je" se frene ante la introspección, ante la búsqueda de la trascendencia, acaso de la redención, que parecen buscar algunos personajes.
La película, en el último tramo, se vuelve algo más pretenciosa, más preciosista, aunque felizmente jamás cae en explicaciones psicológicas ni sociológicas.
Así como es capaz de combinar puntos de vista sin ser disruptivo, Fadel logra hacer algo similar con los géneros cinematográficos. Los salvajes muta de drama social a película de aventuras y, después, a filme con matices religiosos. Pero, básicamente, es una crónica de niños solos, de esos que abundan a nuestro alrededor, en las grandes urbes, con el doble castigo de haber sido marginados y considerados, luego, salvajes por decisión propia.