Esta película funciona como un viaje a los orígenes de Los Soprano, aunque más bien parece un buen piloto de una futura serie con vuelo propio.
David Chase (nacido como David DeCesare) tenía 54 años cuando estrenó Los Soprano y tiene 76 ahora que lanzó Los santos de la mafia. La serie que lo convirtió en una celebridad mundial terminó en 2007 por lo que los fans han esperado 14 años para que retomara aquella historia. En verdad, lo hizo para remontarse en el tiempo y construir una precuela sobre la adolescencia de Tony, aquel célebre personaje que interpretara James Gandolfini y que en el film está a cargo de Michael Gandolfini, hijo del actor fallecido en 2013.
Y cabe indicar que la elección de Michael no es solo una curiosidad o un hallazgo en plan nostálgico por el evidente parecido con su padre. El actor -de 22 años- está muy bien en esta versión juvenil, aunque (no es un problema suyo) la película no da demasiadas pistas respecto de la futura “conversión” de este muchacho en el jefe de la familia DiMeo. De hecho, más allá de ciertos guiños, complicidades, relaciones y referencias que los fans de la serie sabrán descubrir, Los santos de la mafia parece el piloto de otra serie. Y apelo al término piloto porque son tantos los personajes, los conflictos familiares, las relaciones enfermizas y los enfrentamientos a pura violencia que este film de Alan Taylor (un realizador que llegó a dirigir 9 episodios de Los Soprano, además de tanques como Terminator Génesis o Thor: Un mundo oscuro) expone que bien podrían ser desarrollados con más tiempo y profundidad en varios episodios.
De todas formas, aun con sus desniveles (tiene un puñado de escenas notables en medio de una estructura narrativa algo desprolija), Los santos de la mafia se inscribe con orgullo y dignidad en ese universo ítalo-americano que incluye no solo a las 6 temporadas de Los Soprano sino a clásicos del cine que van desde El Padrino hasta Buenos muchachos.
Estamos en Newark, la zona de Nueva Jersey que Chase tanto conoce de toda la vida, a finales de los '60 y comienzos de los '70. Richard 'Dickie' Moltisanti (Alessandro Nivola) hereda -no pregunten cómo- el imperio mafioso de su padre Aldo (el gran Ray Liotta, quien además tiene en el film un doble papel) y deberá sostenerlo con mano dura en medio de una zona convulsionada por las protestas de la población negra y el creciente poder de bandas afroamericanas como la de Harold McBrayer (Leslie Odom Jr.). Precisamente la cuestión racial es aquí -signo de los tiempos- mucho más fuerte que en otros acercamientos al universo gangsteril.
Dickie (no es spoiler, lo apreciaremos desde los primero planos) es un verdadero monstruo, pero también un tío muy querido por Tony, quien lo tiene como modelo e inspiración, sobre todo en comparación con su poco lúcido padre Johnny Boy Soprano (Jon Bernthal) y su quejosa madre Livia (una Vera Farmiga que aprovecha cada plano para construir un personaje aterrador). En ese sentido, el lugar de la mujer (de las mujeres) en la película es bastante degradante y hasta penoso (el principal personaje femenino es el de la Giuseppina de Michela De Rossi, una napolitana que llega en barco ya casada con el veterano Aldo y la idea de “hacerse la América”), aunque en defensa de Chase hay que indicar que estamos en una época y un lugar en el que el machismo era predominante y casi excluyente en la construcción identitaria.
La interna entre Dickie y Corrado “Junior” Soprano (Corey Stoll) y el enfrentamiento de la banda italiana con la que va construyendo Harold McBrayer son los ejes de una película que quizás no sea del todo contundente, pulida y convincente, pero logra construir un mundo propio (arranca en 1967, plena eclosión del Summer of Love), por momentos fascinante y atrapante, con irrupciones de violencia extrema y bienvenido humor negro, y con la envida, la codicia, las diferencias generacionales y la lucha por el poder como motor rumbo a la inevitable acumulación de tragedias.