Esta precuela de la clásica serie «Los Soprano» transcurre entre 1967 y 1971 y se centra en la relación del joven Tony Soprano con su tío, el gángster Dickie Moltisanti.
Una de las características más llamativas de EL IRLANDES, la película de Martin Scorsese, una que fascinó a los críticos y probablemente haya alienado a cierta parte del público, era su tono oscuro y sombrío. A diferencia de BUENOS MUCHACHOS, y de buena parte de la mitología cinematográfica mafiosa, no parecía muy divertido ni apasionante ser miembro de la mafia o como quiera que se la llame. Más bien se trataba de un camino de ida, de un recorrido que tarde o temprano iba a generar dolor, infelicidad, vacío, abandono y silencio. Scorsese rondaba los 40 años cuando hizo aquel clásico de 1990 y había pasado la mitad de los 70 cuando dirigió esta más melancólica mirada a ese mismo universo.
Se podría decir que algo similar ocurre con David Chase en el período que va de LOS SOPRANO a LOS SANTOS DE LA MAFIA. La primera serie, iniciada en 1999, ponía en evidencia todas las contradicciones, traiciones, zonas oscuras, patéticas y crueles de la mafia, pero era también una serie divertida, graciosa, repleta de personajes peculiares que uno amaba odiar o bien odiaba amar. La película –realizada con Chase promediando los 70– repite el esquema de Scorsese: es más grave, sombría, angustiante. Opera menos desde la fascinación de ser mafioso (lejos está de tener un momento a lo Ray Liotta en la primera parte de BUENOS MUCHACHOS, aunque tiene a Liotta y por partida doble) y más desde la temprana sabiduría de que todo lo que puede terminar mal, va a terminar mal. Es una tragedia desesperanzada que presenta, además, la fastidiosa ironía de ser una gran idea no del todo bien ejecutada.
En principio, porque se trata de una precuela, formato que es siempre complicado de dar vida. ¿Por qué? Porque sus creadores, guionistas y directores saben –y los espectadores también– qué pasará con esos personajes y pueden mirarlos con la lupa del tiempo transcurrido, de sus futuras decisiones, cuestionables acciones y mortales errores. Pero los personajes no lo saben. O no lo deberían saber. La ironía de LOS SANTOS DE LA MAFIA es que, al darle ese tono sombrío a algo que transcurre en el marco de la juventud, la inocencia y los comienzos de muchos personajes que iremos a conocer ya más de grandes, la película impone sobre ellos una sabiduría que no deberían tener. La gravedad no debería estar en lo que pasa sino en la mirada de los que la cuentan. Y el film dirigido por Alan Taylor a veces confunde las dos cosas y se olvida que, al menos por un buen tiempo, el cine sobre la mafia debería ser también divertido. Hasta la propia EL IRLANDES se permitía un buen rato ser un desmadre de violencia. Eso, en algún punto, validaba la angustiosa hora final.
No hay una mirada nostálgica sobre la inocencia perdida aquí. Hay, más bien, una mirada melancólica sobre ese pasado donde todo empezó a salir mal. La lógica es inapelable: aquello de que «todo tiempo pasado fue mejor» es un cliché que ya casi nadie acepta. ¿Quién sabe? Quizás nunca fue divertido ser parte de una organización criminal y el maduro Chase quiere que eso quede muy en claro. Pero también es cierto que hacer una película cuyos protagonistas son hombres de no más de 40, jóvenes y adolescentes en ese tono apesadumbrado es, al menos como propuesta comercial, bastante complicado. No estoy seguro que haya tanta gente que quiera ver el más boomer de los episodios de la saga.
Toda esa melancolía podría estar explicada –o al menos justificada dramáticamente– por la voz en off de ultratumba que narra la película. No diremos quién es porque, bueno, es un fuerte spoiler para aquellos que no vieron la serie, o no la vieron completa. Pero sí sirve para transformar este cuento en una historia de traiciones, enfrentamientos íntimos, arranques de violencia desmesurados y esa angustia que corroía el alma de la serie desde el principio y que no hacía más que crecer y crecer con el paso de las temporadas. LOS SANTOS DE LA MAFIA tiene trama, convengamos, para hacer una o hasta más temporadas de una serie. Y quizás esa podría haber sido una mejor elección que la cinematográfica. Aquí hay demasiada historia, demasiados personajes y demasiadas ideas apretadas en dos horas valiosas pero que nunca terminan de fluir del todo bien.
Corre el año 1967 cuando comienza la historia, pleno «verano del amor» pero en una versión un tanto distorsionada. Esa primera parte tendrá tres líneas narrativas paralelas. Dickie Moltisanti (Alessandro Nivola, excelente), el padre de Christopher (uno de los personajes clave de la serie, encarnado allí por Michael Imperioli, que aquí solo aparece como bebé) y jefe de ese grupo mafioso de Newark perteneciente a la familia DiMeo, tendrá que lidiar por un lado con su propio padre, el impetuoso «Hollywood Dick» (Ray Liotta), que llega de Italia con una joven y bella esposa. El tipo la maltrata y la chica no hace más que cruzarse miradas con el siempre elegante y amable Dickie. Antes que mencionen la palabra Freud (o Shakespeare) les aviso que eso va a terminar mal.
Por otro, la situación racial en el país y, específicamente en New Jersey, se vuelve violenta. Disturbios, saqueos, combates callejeros entre policías y la comunidad afroamericana se convierten en cosa de todos los días. Dickie vive su específico conflicto racial con Harold McBrayer (Leslie Odom Jr.), uno de los hombres que trabaja para él, un tipo que –entusiasmado con la ola Black Power que circula– siente que no tiene porqué seguir estando abajo de todo en la cadena alimenticia de la mafia. «Te tienen como el ‘negro de la casa‘», le dice un colega, de modo peyorativo, en referencia a los esclavos que solían ponerse del lado de los amos. Y eso lo subleva. Y decide disputarle el territorio a estos muchachitos que tienen siglos de traiciones encima.
La tercera «pata» narrativa es el mundo pre-Soprano en general. La película recorre, va y viene por los distintos personajes que conoceremos más de 30 años después; niños, jóvenes y adolescentes que se convertirán en los conocidos Paulie, Silvio, «Big Pussy», Janice y, especialmente, en Anthony «Tony» Soprano. Este área del film es la más cercana al fan service (se nota por las risas en el cine quién reconoce una frase, un gesto, un chiste, una manera de moverse o peinarse) pero la película lo mantiene bastante bajo control. Incluye, además, a dos personajes que serán clave en toda la trama: Livia, la temible madre de Tony (una irreconocible Vera Farmiga, idéntica a Nancy Marchand) y el sinuoso «Tío Junior» (Corey Stoll). Y a algunos otros, como el padre de Tony (Jon Bernthal), que no llegarán a la serie salvo en flashbacks.
Es demasiado material y Chase/Taylor van tratando de entrelazarlo de la mejor manera posible, algo que no siempre consiguen. En un momento –tras dos desgracias importantes– la trama salta a 1971 y recupera a los personajes un poco después. Pero los ejes siguen siendo los mismos: el romántico (la chica italiana se enredará demasiado en este mundo de hombres tóxicos), el racial y el familiar. En esa segunda parte la película pondrá más peso en la figura del adolescente Tony, interpretado ahí ya por Michael Gandolfini, hijo del recordado James Gandolfini. Pese a un look algo distinto, el chico es igual al personaje que interpretaba su padre en la serie: sus inflexiones vocales, su manera de moverse y de mirar, y hasta posee esos cuestionamientos y dualidades éticas que serán centrales en la vida de Tony en LOS SOPRANO.
Y si bien LOS SANTOS DE LA MAFIA no es solo una película sobre «cómo este Tony se convirtió en ese otro Tony», ese elemento se volverá clave para encontrarle un destino común a su episódica trama. La fuerte relación de Tony con su adorado «tío Dickie» será la que lo marcará de por vida ya que las circunstancias lo irán llevando a depender y acercarse a él más que a sus propios padres. Al Tony adolescente le gusta un poco jugar a ser mafioso, pero también hay toda otra zona suya (como deportista, como amante de la música) que está ahí presente, esperando quizás un necesario estímulo, ese empujón que sus padres no parecen saber darle y que termina recayendo en su tío. Pero eso nunca sucederá y la enorme tragedia de la saga está encapsulada en cómo toda una compleja cadena de acontecimientos terminará llevando a Tony a ser quien finalmente fue.
Es una película bella y amarga, por momentos desoladora y triste, que está menos preocupada en construir un thriller atractivo que en que sintamos, en todo momento, las consecuencias de los actos de esos hombres que pueden haber sido elegantes, seductores y hasta apasionados pero que no hicieron más que perpetuar una forma de vida que llevó a la violencia, a la destrucción de lazos y al dolor. Es una reflexión justa, certera y apropiada de un hombre como Chase que mira para atrás con melancólica amargura el mundo de ficción que construyó. Pero muy divertido, convengamos, no es. Y si el cine de género sigue funcionando cada vez más solo a partir del arrepentimiento y la culpa, me temo que pronto dejará de existir.