Los santos de la mafia

Crítica de Horacio Bernades - A Sala Llena

BIENVENIDOS A LOS 60

David Chase es el máximo responsable de que Los santos de la mafia funcione. El creador de The Sopranos funciona como una suerte de garantía de calidad de esta precuela cinematográfica de la serie que muchos consideran la mejor de la historia. Yo no podría asegurar tan rotundamente que sea la mejor. Seinfeld, Mad Men, Breaking Bad, The Handmaid’s Tale y Game of Thrones están para mí a la misma altura, o incluso por encima de la serie que le hizo un refresh a las historias de mafiosos. No es casual que al frente de mi lista personal figure la creación de Larry David y Jerry Seinfeld: a la hora de jugarme me juego por esa. Y en tren de seguirme jugando me juego por las cinco de esa lista. Tampoco podría asegurar que Los Soprano sea mejor que The Americans, Homeland, Succession, y yendo más atrás Los intocables, Superagente 86 o Batman. No me anoto, eso sí, con The Wire, que para algunxs es lo más de lo más, y a la que yo no nunca pude entrarle.

Igual no importa tanto cuál sea la mejor sino el hecho de que todas éstas son excelentes (de 9 o 10 puntos, en tren de hacer números). Obviamente, la creación de David Chase está entre ellas. Y además éste último es el único showrunner que aparece dos veces en mi lista, con The Sopranos y Mad Men. Así que chapeau, Mr. Chase. Los santos de la mafia tiene la misma virtud que su antecesora (sucesora, si se la considera en una secuencia ficcional). No pretenderse parecerse y ni siquiera se pone en la misma línea que ninguno de los paradigmas del género, lleven éstos la firma de Coppola, Scorsese, Leone o De Palma. Tampoco es que aspire a constituirse en hito: sus ambiciones, más modestas, se circunscriben a la de funcionar como film clásico. Funciona. Teniendo en cuenta que en cine dirigió la primera Thor y Terminator: Génesis, y en televisión episodios de Sex and the City, Mad Men, Game of Thrones y, por supuesto, también de The Sopranos, eficacia parecería ser el nombre del juego para Alan Taylor, realizador de Los santos de la mafia.

Otra virtud de la primera entrega de la que será la saga cinematográfica de los Soprano (ésta finaliza en el momento justo en que Tony decide convertirse en quien va a ser) es que no está pensada sólo para iniciados, sino que funciona en sí misma. Por supuesto que quienes hayan visto la serie disfrutarán de conocer el pasado del retorcido tío Junior, del caricaturesco Paulie, de Silvio Dante, de la rama de los Moltisanti (los “muchos santos” con los que juega el título original The Many Saints of Newark) o de la memorable mater terribilis Livia Soprano, que aquí todavía no es siniestra sino simplemente hinchapelotas. Un detalle encantador con respecto a esta última, que los iniciados sabrán apreciar: la encarna Vera Farmiga, que es enormemente parecida a Edie Falco, futura esposa de Tony. O sea que la película nos permite saber que Tony eligió como esposa a una mujer (casi) igualita a su mamá. Aunque sea físicamente, porque para ser casi igualita en carácter habría que remontarse a la tragedia griega, a El embajador del miedo o a las mommies de Tuyo es mi corazón, Psycho o Marnie.

Todos muertos

La película presenta dos (o tres) distorsiones interesantes, casi todas ubicadas al comienzo, con una única excepción que veremos más adelante. La primera peculiaridad es que, como El ocaso de una vida, Los santos de la mafia está narrada por un muerto. Eso de empezar recorriendo las tumbas de los miembros de las familias Soprano y Moltisanti es un buen recurso para narrar la historia en pasado, desde el final mismo de la serie. El narrador de Los santos de la mafia es Chris Moltisanti, que con el tiempo llegará a ser protegido de Tony hasta terminar por sucederlo, resultando finalmente asesinado. O sea que la precuela está narrada desde un más allá de la serie (tal vez por eso las voces que hablan desde la tumba), por un personaje que ni siquiera aparece en la película. No sé si hablar de osadía narrativa, pero si de una serie de atrevimientos que tal vez puedan en un comienzo colocar al lego en un lugar complicado. Hasta que termina de procesar quién es quién y cuál es la relación familiar de los personajes, en un relato que como Los Soprano es coral.

Que al comienzo las voces de los muertos familiares se entrelacen, hasta que la de Chris termina asumiendo el papel solista, pone al relato bajo un signo tempranamente fúnebre. Es como el comienzo de Bonsai, la novela de Alejandro Zambra: “Al final ella se muere y él se queda solo”. Ese entretejido de voces, por otra parte, ¿anunciará que los narradores de las secuelas irán rotando entre estos distintos morti chi parlano? Tal vez. Otro factor que puede generar cierta desorientación desde que se supo que Michael Gandolfini, hijo de James, sucedería a su padre en el rol de Tony, el protagonista de Los santos de la mafia no es él sino su tío Dickie (Alessandro Nivola), que cumple la función de padre adoptivo ante la ausencia del hogar de Johnn Boy Soprano (Joe Bernthal), demasiado ocupado con sus negocios o sus estancias en prisión.

Las filiaciones no son un tema sencillo en Los santos de la mafia. En cuanto ve bajar del barco que lo trae de Italia a su padre “Hollywood Dick” (Ray Liotta, una cita viviente a Buenos muchachos), con su nueva, joven y refulgente nueva esposa siciliana, Giuseppina (Michela de Rossi, una Penélope Cruz de nariz algo más pronunciada), Dickie queda boquiabierto ante la visión de la chica. Problemas.

Pasaron más de veinte años desde la salida al aire de The Sopranos, y en estos años sucedieron dos o tres cosas en el mundo: el patriarcado fue siendo cada vez más erosionado y surgieron el #MeToo y el Black Lives Matter. Los santos de la mafia se hace cargo de la época en que vive. No de la época en que transcurre (de ella se hace cargo la ficción, con una reconstrucción evocativa y una banda de sonido pop & rock que tiene el mérito de la poca previsibilidad), sino de la época en la que es producida. Si en la serie ni las mujeres ni los negros eran precisamente bien tratados por estos tanos primarios como osos borrachos, aquí ambas formas del maltrato se agudizan y adquieren nombre propio. Se trata, sin vueltas, de misoginia y de racismo.

George Floyd is here

Dick Moltisanti tira de una patada por la escalera a su nueva mujercita, Johnny Boy le pega un tiro en el tocado a Livia por hablar demasiado (la escena es un hallazgo, porque al dispararle a la cabeza uno piensa que la ejecutó sin más a bordo del auto), Dickie engaña a su amante con el viejo truco de prometerle el oro y el moro y los wise guys se intercambian chistes de lo más groseros sobre sus esposas sin que ni el agresor ni el agredido se mosqueen en lo más mínimo. Tan poco parecen valer sus mujeres, que no justifican siquiera la escena del macho ofendido.

La cuestión del racismo, en particular, adquiere en la película un carácter más central y estructural. La primera mitad transcurre en 1967 (la segunda pega un salto hasta el 71), y en ese año, en Newark, New Jersey, una violenta rebelión de la población negra (motivada por un caso de atropello policial muy semejante a los de Rodney King o George Floyd) puso en llamas el centro de la ciudad. Ese episodio sirve de iniciación a Harold (Leslie Odom Jr.), correveidile al servicio de Dickie, a quien su esposa ha venido insuflando conciencia de clase (y de raza). Cuando asiste a la ejecución por la espalda de un chico negro por parte de la policía, Harold decide que hasta ahí llegó en sus servicios a los blancos, para “ponerse por su cuenta” en el mismo rubro en el que funge su ex jefe.

Como una película de superhéroes, Los santos de la mafia narra en paralelo la conversión del (en este caso anti)héroe en tal y el surgimiento del supervillano: Dickie y Harold. Hasta tal punto éste es el signo bajo el cual nace esta saga, que la película dedica una coda posterior a los primeros títulos finales (perdón) de crédito. En esa coda Harold se yergue como futura contracara de Dickie y quienes le sucedan. Si alguna debilidad dramática tiene a mi gusto la película coescrita por Chase y dirigida por Alan Taylor es el casting de Alessandro Nivola. Correcto, bien peinado y mesurado, el actor de Jurassic Park III y American Hustle tiene aspecto de tipo del montón, cuando los mafiosos todavía no lucían como tales (eso vendrá diez o veinte años más tarde). Peor aún, no tiene pinta de matar una mosca.

Y más que moscas acá mata elefantes. Dickie es un family man que ni siquiera había mostrado algún mínimo asomo de locura, cuando comete un crimen que no cualquiera. Y si el crimen puede haber sido por un “impulso momentáneo” (si eso fuera acaso posible), el cálculo con el que se saca de encima el cadáver revela que el bueno de Dickie es todo un cerebro del mal. Con el suficiente estómago, además, para ordenar la espantosa tortura de un tipo de segundo orden, antes de volver a competer un asesinato demencial.

El deseo es el problema

Dentro de la ferretería cinematográfica estábamos familiarizados con el uso poco ortodoxo de la motosierra, el taladro eléctrico y hasta el microondas (cf. Gremlins). Pero la pistola que se usa para sacar las tuercas de las llantas de auto y que se le da de probar a aquel segundón, es una herramienta nueva en el oficio de torturador cinematográfico. Ya que estamos, esa escena, en medio de un taller, en la que Dickie ordena a sus heavies que tiren al tipo sobre la mesa para proceder con la operación, parece un claro homenaje a la de la tortura de Fat Moe en Érase una vez en América. Homenajes sí, mimesis no.

La última de las anomalías que mencionábamos más arriba es doble. Por un lado, resulta ser que “Hollywood Dick” tenía un hermano mellizo, algo que no se había mencionado previamente. La doble composición reivindica a Ray Liotta. Si en el primer papel el protagonista de Goodfellas aparece totalmente pasado de revoluciones (da la impresión de que en cada plano se le están por romper las cuerdas vocales, por lo que grita, con una voz de rallador), su gemelo Sal prácticamente no habla, como si fuera un monje zen. De hecho, monje no es, pero sí budista. Además de exquisito del jazz. Lo cual es bastante sorprendente, teniendo en cuenta que el tipo es un asesino que está hace veinte años en prisión. Su frase “El deseo es el problema”, para señalarle a su sobrino Dick que va por mal camino si se deja llevar por la ambición, no sólo es insólita en un film de mafiosos (si algo guía a estos capitalistas por izquierda es la ambición de poder, riqueza, mujeres y demás posesiones) sino que marca el momento más gracioso de Los santos de la mafia, una película que no carece de ellos. Otro de sus signos de clasicismo.

Una última observación al pie. Quizás por ser el primer film importante de mafiosos no escrito ni realizado por italianos o italoamericanos, el de Taylor & Chase es también el primero en no ser un melodrama, una tragedia o una ópera (El padrino, Mean Streets, Érase una vez en América, Buenos muchachos y Los intocables eran todo eso, o al menos algunas de esas cosas). Los santos de la mafia es un film de iniciación, que observa los años 60 de las familias Soprano, Moltisanti & Asociados con la misma clase de cálida nostalgia con la que hoy en día evocamos esa década en general. Desde ese punto de vista podría llegar a resultar más parecida a Días de radio que a Casino.