Sobre los orígenes de Tony Soprano
Como una variación espejada, que busca la raíz de los pecados del futuro, la precuela de la serie ofrece un relato de cementerio, ahogado y apasionante.
De entre los muertos. Como el título de la obra célebre de la dupla Boileau-Narcejac, sobre la cual se basó Vértigo de Hitchcock. O como en el inicio magistral de Sunset Boulevard, de Billy Wilder, con la voz del muerto (William Holden) como guía del relato. Algo similar, de tinte noir y secreto enterrado, aflora durante los minutos iniciales, de cementerio, de Los santos de la mafia, precuela de Los Soprano: serie de David Chase que integra, paradigmática, lo que dio en llamarse y con justicia una época dorada (¿lejana?) de las series.
Con Chase como guía, al amparo de la sombra enorme de Tony Soprano/James Gandolfini, este relato de muertos redivivos cruza voces fantasmales que harán foco en Christopher, aquel protegido de Tony que ahora, muerto como el Holden de Sunset Boulevard, ofrece sus palabras a quienes quieran oírlas. Un Virgilio que acompaña a las fauces del infierno. Con un nombre de matiz bíblico capaz de actualizar lo que fue. Al hacerlo, se rubrica de paso la credencial de Los Soprano como mito moderno.
Si bien la historia de Christopher apela a la figura de Tony, para llegar a él deberá hacer el correspondiente rodeo. Un origen que la película encuentra en la figura de Dickie Moltisanti (Alessandro Nivola), padre de Christopher, a su vez el tío por el cual Tony se siente atraído. En otras palabras, Los santos de la mafia es un fresco familiar desviado, de relaciones filiales torcidas, en donde la relación padre-hijo refleja en la del tío-sobrino. Un vínculo cuya genealogía (Tony/Christopher; Dickie/Tony) la precuela indaga, profundiza. Un relato especular, dirigido a sustentar un núcleo tan hondo como podrido.
“Era el tío que nos llevaba a ver las películas que mamá no nos dejaba ver”, dirán de Dickie. Es decir, Dickie ya está muerto, tanto como lo está a lo largo de toda las temporadas de Los Soprano. Aquí se lo invoca y desde la voz de otro muerto, su hijo. Motivo por el cual, Los santos de la mafia recrudece como relato fantasmal. Acunado en la estela larga que Gandolfini/Soprano extiende y de tantas maneras, tan reales como metafóricas. Metafórica por vincularse con el universo simbólico de la serie, pero de un cariz tan cercano y vibrante como sólo puede ofrecerlo la imagen de un hijo. Cuando el actor adolescente Michael Gandolfini recrea las posturas de su padre, no sólo revive a Tony Soprano. Allí sucede algo que transgrede al relato y toca una metafísica. El cine es eso. Como se decía, un film fantasmal, que logra el retorno de los muertos. Y lo hace sin mediación digital, antes bien desde el hijo que reencuentra al padre por indagar en los orígenes de un mafioso de leyenda. Qué bárbaro.
El juego de reflejos acentúa también en la relación de Dickie con su propio padre, que el gran Ray Liotta encarna de manera partida, como padre y como tío mellizo. Si con el padre la relación de Dickie es tortuosa, con el tío –que cumple arresto por asesinato– es otra: “eso no es jazz” le espeta a Dickie ante un disco de Al Hirt, le basta con Miles Davis, ¿para qué más? Entre los dos, el vínculo crece diferente. Por allí busca sus nudos sensibles Los santos de la mafia, en lazos familiares que cimentan un bienestar social que persista y se perpetúe en los que siguen, mientras crecen los barrios de esa ciudad de nombre Newark. Caótica y explotada. El film, de hecho, se sitúa (en parte) durante los disturbios raciales sucedidos allí en 1967, y ofrece un caldo de cultivo complejo en la relación entre italianos y afroamericanos. Aun cuando el lugar social para ambos sea el mismo, se miran con recelo. De lo que se trata, en última instancia, es de quién trabaja para quién. Y quién se acuesta con quién.
Allí es donde entra la figura seductora de Giuseppina Moltisanti (Michela De Rossi), madre de Christopher. Ella sola ocupa un lugar de fricción y posesión que disputar. Su cuerpo es asumido como propiedad de los hombres de la familia, a la espera del mejor postor. A la par, la inmensa Vera Farmiga como la mamá de Tony, de gritos intempestivos y sin tiempo para algo así como la “felicidad”. Esa palabra que el hijo nunca asociaría con ella. Estoica, se sustrae al encanto de ciertas píldoras que le harían la vida más apacible, según recomendación médica. “No estoy loca”, repite. Todas y todos, engranajes indisociables de un concepto nuclear y sagrado; a saber, la familia.
De manera genérica puede decirse que Los santos de la mafia es el anverso o el reverso, como más se quiera, de Los Soprano. Así como sucede cuando se desdobla, simétrica, una hoja. Si Tony aún no sabe quién será, los espectadores sí. Y lo que él ve a su alrededor es lo mismo que repetirá, como un fatum griego. En este sentido y no casualmente, hay una última directiva, notable y misteriosa, que Dickie recibe de su tío en prisión. Un mandato que implica dolor, porque sin esa orden –sin su obediencia– no habría Tony. Ahora bien, ¿cómo es que este tío de vida ciega, por carcelaria y presumiblemente tranquila, sabe tanto? Es él, justamente, quien dictamina el nacimiento del mesías. Él, entonces, el mentor invisible de este héroe fatal, Tony, quien en el plano último de la película se revela como la víctima consciente de un juramento. Lo que sigue, ya es historia.