Manierismo sobre tierra arrasada
Una posible sinopsis de Los santos sucios podría comenzar así: Rey (Alejandro Urdapilleta), Cielo (Luis Ortega), Mudo (Emir Seguel), Berry (Rubén Albarracín, doblado por alguna razón por Oscar Alegre), Brian (Brian Buley) y Monito (Martina Juncadella) habitan un planeta Tierra arrasado, ruinoso, carcomido por el óxido y la maleza. Quizá sean los únicos habitantes con vida, a excepción de esos soldados que aparecen a la velocidad de la luz en rutas y rieles sin razón ni obligaciones aparentes.
La vida de estos seres humanos en estado de excepción es circular, sin rumbo, un infierno cotidiano donde cada día es un espejo del anterior. Rey y Cielo son los únicos que mantienen un simulacro de pareja en ese hábitat solitario; Berry toca diariamente la campana de una iglesia como inestable método de ordenamiento temporal y geográfico. En ese contexto terminal surge naturalmente el Mito: ese río caudaloso que, dicen, puede cruzarse en busca de mejores horizontes. Ese será el norte que guiará a los personajes de Los santos sucios, como un faro que puede llevarlos hacia la salvación o a la extinción definitiva.
Los santos sucios viene a agregarse a la exigua filmografía fantástico-apocalíptica nacional, territorio pocas veces abordado, mucho menos de manera meritoria. El tercer largometraje de Ortega merece destacarse por su escaso temor al ridículo en su acercamiento a un tono eminentemente abstracto, casi metafísico, y su consecuente negativa a dejarse tentar por los géneros de la aventura y la acción. Que el resultado final no esté a la altura de las expectativas se relaciona no tanto con el fracaso del proyecto estético en su conjunto, sino fundamentalmente con la ausencia de elementos que aporten algo sustancial por encima de su andamiaje, construido alrededor del uso de las locaciones y los rígidos arquetipos que encarnan los seis personajes principales.
Con largos travellings paralelos que acompañan a uno o varios de los protagonistas, inmersos en planos meticulosamente encuadrados que hacen de los decorados reales un personaje más, Los santos sucios demuestra en las secuencias de títulos su cualidad de trabajo colectivo. El guión de Ortega, Urdapilleta y Seguel, marcado por un uso sistemático y no siempre justificado del montaje paralelo, es apoyado visualmente por un trabajo preciso en la fotografía de Guillermo Nieto.
Como en un Stalker sesudo sólo en apariencia, cada una de esas piezas termina completando un rompecabezas que asfixia pero no intencionalmente. A diferencia de Monobloc, anterior film del realizador, mucho más concentrado y logrado en la rotunda artificialidad de su propuesta, estas características a priori interesantes terminan encorsetando a la película en un manierismo de la puesta en escena. Ayudan ciertamente algunos chispazos de humor, aunque las explosiones de histrionismo vuelven rápidamente a encauzar el relato en su propuesta programática.