El cine argentino nunca tuvo una tradición de cine apocalíptico, y Los santos sucios no es la película que vaya a inaugurarla: si bien en el tercer trabajo de Luis Ortega reconocemos convenciones, iconografías y hasta el clima propio del género, también es cierto que esos rasgos funcionan más bien como tics, a la manera de gestos insistentes pero faltos de la sustancia que les dio cuerpo. Y eso no es malo, porque Los santos sucios, más que contar una historia, lo que hace es recorrer un camino. Ese camino, a no engañarse, es el verdadero centro de la película. Los edificios derruidos e invadidos por los plantas, las casas que no sirven como refugio (en Los santos sucios pareciera no haber espacios privados, íntimos, seguros; todo es intemperie), las rutas por las que esporádicamente pasan soldados a velocidades casi lumínicas sin que sepamos su destino ni su misión, las calles vacías u ocupadas por coches rotos y podridos, el campo y los árboles que en los límites de la ciudad se extienden hasta donde llega la vista; todo conforma el paisaje que alimenta la fiebre de los personajes y que, como ocurría con el cine negro y sus ciudades en decadencia, oficia de gran protagonista de la película. Ese protagonismo de los espacios es lo que determina el carácter de trayecto más que de relato ceñido a alguna clase de temporalidad o de progresión narrativa. Queda claro desde el principio que en Los santos sucios el tiempo es un recuerdo del pasado y un dato imposible, que se deshace en la cotidianeidad eterna en la que están inmersos los personajes. Una campana hace las veces de reloj comunal y, como dice Berry a sus compañeros, se trata de un acto épico, casi de heroicismo, el tratar de ordenar la vida (por lo menos la vida terrible que llevan ellos) dentro de un marco temporal.
Ese recorrido geográfico y ubicado por fuera del tiempo, decía, es lo que habilita a Ortega a servirse de los rudimentos del cine apocalíptico sin hacer una película de género. Si bien hay un grupo de personajes que entablan relaciones, chocan entre sí y algunos hasta cambian, el relato opta siempre por la desconexión, dentro de las escenas y entre los mismos personajes. Signo de la locura que los acecha, muchos de los diálogos que mantienen parecen monólogos alternados, una falsa conversación en la que cada uno construye al otro como público y no como interlocutor. Allí es donde se perciben las primeras debilidades de la película: en la sobreactuación de Urdapilleta, Martina Juncadella o del propio Ortega; en el convencionalismo de algunas frases que impacta de lleno con la irreverencia y frescura de otras, como cuando Rey le ordena caprichosamente a Cielo: “haceme cucharita”. Lástima que esa línea luminosa esté colocada en el medio de una escena harto común, que aspira a poner en crisis el género solamente con el histrionismo de Urdapilleta (Rey) y los arranques infantiles de Ortega (Cielo)
Será por eso que Los santos sucios, más allá de lo que nos sugiere la importancia conferida a los personajes en el título, tiene que ser vista como una película de lugares, una serie de imágenes del fin del mundo que aparecen habitadas por un grupo humano irregular, desparejo y contrahecho, que funciona mejor cuando sus integrantes están callados. Berry es la excepción porque su habla impostada, de un acento extraño y siempre en desfase con la urgencia del sobrevivir cotidiano que asedia a los demás (no por nada Berry es el que toca la campana, el que les devuelve la sensación del tiempo a sus compañeros) es la apuesta más libre de Ortega, donde la película se muestra respirando con total libertad, bien lejos de los moldes de un género o de las exigencias de un cierto tipo de diálogo. Berry puede hacer que cualquier línea suene bien porque él (Berry -Rubén Albarracín- o el que dobla su voz, Oscar Alegre, no sabría decirlo) se ofrece como una criatura acinematográfica, ignorante por completo de la historia del cine y sus convenciones verbales. En cambio, Urdapilleta y los otros se nota que vieron películas, que saben cómo se habla en el cine, en el género y que conocen su repertorio de frases y palabras, y por eso sus esfuerzos por desmantelar ese habla son un lastre, porque están demasiado conscientes de su saber y de la necesidad de olvidarlo o destruirlo; Berry, en cambio, nunca supo qué hay que decir en una película ni cómo hacerlo, y su voz, entonación y lo que dice son una bocanada de aire fresco, una banda de sonido nueva, inquietante y poética.
A fin de cuentas, Los santos sucios es una película sobre la poesía, que trata de las formas posibles de extraer la belleza de un yuyo movido por el viento o, como en el largo plano inicial, de una pared carcomida y descascarada. El mundo en vías de extición del cine apocalíptico es el lugar perfecto para que la cámara de Guillermo Nieto explore las costuras salientes de la vida moderna ahora expuestas al ojo, pero cuidado, porque el optar por contar ese mundo no alcanza para hablar de una película de género. Los santos sucios es una película dispar, felizmente deforme en un sentido faviano, sin temor al qué dirán, sin miedo al exceso ni al ridículo. Esa libertad se percibe en la gran mayoría de los planos y de los diálogos de la película, pero también en el rechazo evidente de las exigencias de una película apocalíptica: los personajes no se enfrentan a ningún peligro concreto (los soldados son una amenaza lejana e incierta) y la subsistencia, aunque de manera desconocida, parece estar asegurada. Lo único de ese cine que permanece y que cruza como un rayo la película de Ortega es la necesidad de llegar a un destino; o sea, Los santos sucios fija su atención en la acción geográfica del género y no en su devenir narrativo. Como en La zona de Tarkovsky (que se siente como una fuerte influencia para Ortega), los personajes vagan sin un rumbo fijo y la película se juega en esas derivas. El mundo derrumbado es susceptible de explorarse sin necesidad de estar escapando de enemigos ni de buscar comida para no morirse de hambre. Faltos de un villano al que combatir o de la amenaza de algún fenómeno natural, los personajes de Los santos sucios se revelan como espectadores privilegiados que asisten maravillados, irritados, locos o simplemente mudos, a la vida después de la civilización y el cine de género.