Lo que quedó
Si por algo vuelve a destacarse Luis Ortega es por su capacidad de construir universos propios y poéticos, visualmente poderosos y atrayentes.
El género apocalíptico ya es una marca registrada. Efectos digitales y concientización (en general, mal entendida) son sus bases. Un futuro que deja bastante que desear y donde unos pocos luchan por sobrevivir sin que entendamos bien el para qué, si todo estuvo mal, o dónde, si el paisaje desvastado no amerita el intento. Pero bien sabemos que el hombre (como especie) es un animal testarudo y defensor de sus peores defectos.
Los santos sucios plantea esta visión sobre un mundo que tras alguna crisis no enunciada explícitamente deja a estos personajes marginales y descentrados, solos y luchando por llegar a algún sitio donde suponen que la vida tal como era conocida sigue su curso, allende un río con pátina de mítico.
Si por algo vuelve a destacarse Luis Ortega es por su capacidad de construir universos propios y poéticos, visualmente poderosos y atrayentes. Universos que no refieren ni debieran medirse con la vara del realismo, pero tampoco reclaman la recurrencia detallista a la interpretación simbólica o al desciframiento alegórico. Como en sus anteriores e interesantes filmes (Caja negra, Monobloc), la narración se desenvuelve en una extraña mistura que procura amalgamar las herramientas que el audiovisual facilita. Hay una apuesta por fabricar un mostrable que sea original (encuadres preciosistas, paleta de colores), una revelación del artificio como tal que se nota en escenografías y actuaciones, aunque no siempre consiga plasmarse con acierto.
En el caso de Los santos sucios creo que la decisión de Ortega de aparecer también delante de cámaras, -además de responder a una imposibilidad de hallar quien cubriera ese rol, según explicó-, significa la única manera que el joven director encontró de amortiguar una fuerza centrípeta que podría haber sumado y no resultó. Esa fuerza se llama Alejandro Urdapilleta. Como coguionista y protagonista este gran actor que ha demostrado ser un hallazgo cuando la mano de un director lo sofrena y lo conduce (en teatro: Mein Kampf, farsa; Rey Lear, en cine: La niña santa), en esta oportunidad se muestra excedido, desbordado, sobreactuado. Con un registro más propio del teatro o del grotesco televisivo en gestos ampulosos o facciones exigidas y donde, además, sus parlamentos lucen como fruto de la improvisación menos actuada.
Si bien la anécdota va diluyéndose sin llegar a ningún puerto, sería importante decir que no es éste un cine de historias cerradas, tranquilizadoras, clásicas ni convencionales y mucho menos taquilleras. Sino más bien todo lo contrario, uno que exige del espectador una mirada que ayude a completar lo visionado. Entonces no es esa lasitud, esa supuesta incoherencia o irracionalidad de la trama, esa imposibilidad de atrapar la casualidad de los hechos lo que hace fallida o despareja a la película sino la explosión de egotismo que la constituye desde su origen y que en lugar de expandirla la hace implosionar. Algo así como creer que para volverse poético se necesita inevitablemente hablar en verso.