La última película de Luis Ortega se pierde por la palabra, pero es muy estética y, sobre todo, propia.
Los santos sucios, al decir del director y como punto de partida, hace referencia a gente que vive en la calle, como sus protagonistas, que hablan un lenguaje extraño, una patada casi, un sopor.
Luis Ortega se acerca al cine fantástico y metafísico, estetizando el soporte hasta el límite de su permiso.
Filmada en un pueblo de Entre Ríos logra que la fotografía convierta un medio rural y apacible en un infierno post destrucción donde acecha omnipresente y escrutador lo desolado, escultura del Corned Beef incluida.
Todo es un enorme hospicio de paredes semiderruidas, sin puertas pero con un picaporte. Entonces llega Fijman, el río que hay que cruzar. Aqueronte para salir del infierno, y también, por qué no, referencia a Jacobo, loco y maldito, deambulante por Stalker.
La naturaleza es plácida pero oscura, y he aquí una de sus mayores virtudes: la terribilitá que todo se lo lleva.
El río se cruza. La corte de los milagros sigue su camino, aunque nunca sepamos por qué y Ortega no encuentre lo que nosotros buscábamos cuando fuimos a ver su película.
Todas las palabras son esenciales. Lo difícil es dar con ellas, dijo el poeta loco con nombre de río.