Cosa de Mandinga
Sabemos muy bien que cuando se intenta hacer cine de ciencia ficción en Argentina, los resultados generalmente bordean lo grotesco. Hubo solo una y solo una película “futurista” que supo entender que para hacer un cine inteligente, intelectual, fantasioso no se necesitan efectos especiales, sino pensar más allá con lo que tenemos más acá.
Los decorados son muy importantes, al igual que el vestuario, el maquillaje, sonido, montaje, etc, pero sin una buena anécdota que justifique el cuento nos quedamos varados en Pampa y la vía. La única y verdadera (y le pido disculpas a Fernando Spiner, que intentó realizar dos películas de ciencia ficción… y dentro de todo fueron interesantes) joya de la ciencia ficción nacional fue escrita por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, dirigidas por un joven llamado Hugo Santiago. Se llamó Invasión. Dicha obra, que data de 1969 inspiraría a El Eternauta de Oesterheld, y aunque parezca irrisorio, influenció sobre los Hermanos Wachowsky a la hora de crear Matrix.
Ahora bien, sacando a los GENIOS de Farsa, pocos se animaron a realizar ciencia ficción en nuestro país. Ya nombré a Spiner, cuya ópera prima, La Sonámbula era bastante interesante, aunque su segunda obra, Adiós Querida Luna, era un pretendido grotesco porteño. Quizás más interesante e innovador fue el caso de La Antena de Esteban Sapir. Pero aún así estos casos no parecen estar demasiado relacionados con la ciencia ficción… Y tampoco es el caso de Los Santos Sucios.
Tercer largometraje de Ortega, quién había transitado un camino costumbrista en su ópera prima (que filmó con apenas 20 años), Caja Negra y un ensayo más existencialista en la segunda obra, Monobloc.
Esta vez parece acercarse más a este último, pero con influencias de algunas películas estadounidenses, ciertos climas rusos, personajes de Leonardo Favio y cierta metafísica subielista.
El principio remite a Terminator. Letras rojas rezan que después de una guerra que terminó con casi todo, quedan pocas personas en la Tierra, que para sobrevivir, deben cruzar un río. Cielo (Ortega) es el narrador de la historia. Un joven optimista que quiere salir del terreno ruinoso de donde vive, junto con su “amigo” y guía por el mundo, Rey (Urdapilleta). Cielo se pregunta constantemente que fue de su pasado y peor aún, que le depara el futuro… El picaporte (literalmente) para entrar en un terreno de “libertad” tras cruzar el río, la tiene El Mudo (Seguel) un joven con un extraño corte de pelo a lo Monzón, pero con mayores similitudes con el Anton Chigurh de Javier Bardem en Sin Lugar para los Débiles de los Coen. El guía será un viejo sabio, encargado de tocar las campanas de un viejo monasterio, acaso el único sonido humanos que queda. Por último, los acompañará en la travesía, un enano, que nuevamente remitirá a Soñar, Soñar.
Sin embargo para salir tendrán que unirse, tener confianza uno en otro, y no dejarse tentar por El Mono, acaso el mayor de los peligros: una mujer (Martina Juncadella)
Ortega construye entre Colón y los restos de la fábrica Liebig en Entre Ríos, una tierra devastada bastante creíble, que guarda más de una reminiscencia con el mundo destruido en el que deambulaban Viggo Mortensen con su hijo en La Carretera de Hillcoat. A la vez, esta misma atmósfera remite un poco al trabajo de Alfonso Cuarón en Niños del Hombre. En ese sentido, sumado a la dirección de arte de Anna Carnovale y la fotografía magistral de Bill Nieto, el film sorprende. Hay efectos especiales generados por computadora (como una patrulla que pasa a la velocidad de la luz o fondos de una ciudad destruida) que logran generar una sensación de desazón y justifican su presencia. El problema son algunos elementos narrativos impuestos, diálogos inverosímiles y remanidos, situaciones tan surrealistas que bordean lo grotesco o bizarro, que la bajan de categoría a la película.
Si la intención de Ortega fue hacer un film serio y solemne sobre el fin del mundo, y como unos pocos sobrevivientes deben saber convivir, tenerse confianza mutua, superar la locura y los miedos juntos, no lo logró. Lo visual toma protagonismo siempre, y las intenciones hacen quedar a la película como una obra pretenciosa que parece haber sido filmada a principios de los ’90. Ahora bien, como obra bizarra y de autoparodias, la película funciona mucho mejor. O sea, no demos más vueltas, se trata de un film clase B.
Por momentos las risas son intencionales, pero hay lapsos donde se nota que el director había perdido completamente la brújula, el rumbo de la historia.
¿La soledad es un crimen, un castigo, una esperanza al final? No se sabe. Ortega juega con sarcasmo sus piezas. A veces, se come fichas del espectador y otras, se lo comen a él.
Excepto por la presencia del director, que debería haberse quedado detrás de cámara, las interpretaciones son aceptables. Urdapilleta se vale de las mejores herramientas que tiene en su haber y el resto cumple con el personaje.
Tiempos muertos, idas y vueltas, y una estructura poco sólida provocan que Los Santos Sucios no logre captar la atención de espectador en todo momento.
Sin embargo, me quedo con el esfuerzo y las primeras intenciones. Como director, Ortega demuestra tener un buen ojo para elegir encuadres y armar planos. Sus obras son más que nada pictóricas. Pero todavía le queda profundizar, mejorar y bajar un poco las expectativas de sus historias y guiones.
O quizás estemos frente al nuevo Roger Corman o un Edgar Wright argentino, que pretende seguir haciendo estos híbridos existencialistas.
Lo único que me quedó claro es que siempre es bueno tener una lata de extracto de carne, cerrada en la alacena.