Acompañar antes que solamente observar.
Con el esencial aporte de un sonido directo que consigue generar una sensación de cercanía, el documental de Burd retrata la vida en Olacapato, un pueblito salteño habitado por menos de 200 personas. Y lo hace evitando lo antropológico o la condescendencia.
Luego de una oportuna cita de Silencio, poema en prosa de la escritora brasileña Clarice Lispector, Los sentidos –primer largometraje en solitario del documentalista Marcelo Burd– comienza con una serie de imágenes de Olacapato, un pueblito salteño cercano a la cordillera y habitado por menos de 200 personas. Los planos de una mina a cielo abierto –casi la única fuente de trabajo formal cercana, a pesar de los peligros ligados a la contaminación ambiental– les ceden el lugar a otros menos ajetreados: un caserío de casas de adobe construidas a la vieja usanza, un pequeño almacén de ramos generales, una capillita, la escuela. Un grupo de niñas trepadas a una torre otea y describe los alrededores, intentando descubrir con el sentido de la vista aquello que se sabe presente, aunque no se lo pueda observar directamente. “La nieve es muda pero deja rastro”, afirma Lispector, y algo parecido parece decir el realizador respecto de los chicos y adultos que protagonizan la película, un matrimonio de docentes que se esfuerza desde hace años en educar, apoyar, curar y alimentar al grupo de estudiantes de la escuela primaria que dirigen, en ese paraje ubicado a más de 4000 metros de altura.
En una entrevista publicada en PáginaI12 hace algunos días, Burd insistía en despegar de su documental la etiqueta “de observación” prefiriendo, en cambio, la definición “documental de acompañamiento”. Es lógico: desde que codirigió Habitación disponible en 2004 junto a Eva Poncet y Diego Gachassin –retrato de inmigrantes en la Argentina antes, durante y después de la crisis de 2001–, su mirada siempre se mantuvo a mitad de camino entre el registro objetivo y una cercanía emocional con los sujetos observados por el lente de la cámara, sin intromisiones ni comentarios explícitos, pero evitando, al mismo tiempo, un abordaje excesivamente antropológico a la hora de describir sus realidades. Esa misma estrategia, difícil de equilibrar, era central en El tiempo encontrado (2013, codirigida con Eva Poncet) y vuelve a estar presente –quizás más que nunca– en Los sentidos, cuyo título puede ser interpretado de diversas maneras. Rodada a lo largo de cuatro meses a comienzos de 2015, se trata en definitiva de un sentido homenaje a una silenciosa lucha cotidiana –llena de complicaciones y sacrificios, pero también de alegrías–, a la vez que intenta encarnar en pintura social de ese país que, desde los centros urbanos, se insiste en no mirar.
Salomón Ordoñez, maestro y director de la escuela, y su pareja Victoria Ramos, también docente, reciben de lunes a viernes a esos chicos de entre seis y doce años que llegan al lugar para estudiar, pero también para comer y socializar. Alguno de ellos podría estar predestinado para continuar la práctica del centenario arte de la copla; otros –un poco mayores– se debaten entre la posibilidad de ir a estudiar a la capital o quedarse en el pueblo y comenzar a trabajar. La lejanía de los hijos del matrimonio de docentes, allá en la ciudad de Salta, duele y ningún contacto vía Skype es suficiente (siempre y cuando, por supuesto, funcione la conexión a Internet). Olacapato es uno de los tantos lugares olvidados por el ferrocarril desde comienzos de los años 90 y más de un diálogo permite deducir la esperanza de su regreso; la mayoría de los chicos, en tanto, sólo ha oído hablar del tren y nunca lo ha visto con sus propios ojos.
El trabajo de sonido directo de Hernán Gerard es esencial para el éxito del proyecto de acompañamiento de Burd: escuchar lo que se dice, a veces en voz baja, cuando aquellos que son observados por la cámara olvidaron su presencia. Las imágenes del aula, las casas y la enormidad del paisaje son evocadoras sin caer en ningún momento en la trampa del preciosismo exótico. Mientras tanto, los chicos preparan cohetes hechos con botellas de gaseosa para poner en práctica la ley de acción y reacción newtoniana estudiada en clase. “Los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella”, continúa Lispector. Los sentidos logra abrir los ojos y los oídos del espectador para que esas risas y pasos sean escuchados y esas huellas invisibles puedan ser observadas.