Tres generaciones se encuentran en una casona campestre para pasar allí las fiestas de fin de año. La abuela Meme (Marilu Marini) recibe a sus dos hijos, Emilio (Luis Ziembrowski) y Sergio (Daniel Hendler), quienes llegan acompañados por sus respectivas familias.
Más allá de su estructura coral (hay tiempo suficiente como para entender las características, comportamientos y reacciones de los distintos personajes), Hernández le entrega el punto de vista al grupo de Emilio y, más precisamente, a su esposa Luisa (Érica Rivas) y a su hija Ana (Ornella D'Elía), quien a los 14 años suele padecer extraños episodios de sonambulismo (algo que al parecer viene de familia). El matrimonio no pasa precisamente por su mejor momento y la adolescente está en pleno despertar sexual.
Los conflictos no tardan aparecer y no solo entre ellos tres. En un almuerzo surge un tema pendiente: Meme (quien ha perdido a su marido) y Sergio quieren vender la propiedad, mientras que Emilio pretende mantenerla. Por su parte, la tardía llegada de Alejo (Rafael Federman), hijo de Sergio y un seductor compulsivo que ha regresado hace poco al país, no hace más que amplificar las tensiones.
Calor, campo, piscina, alcohol, coqueteos, comilonas, discusiones no exentas de cinismo, ironía y resentimientos... Los sonámbulos dialoga en un principio con cierto cine francés del estilo de Las horas del verano, de Olivier Assayas, o Verano del '79 (Le Skylab), de Julie Delpy, aunque sin caer en excesivos devaneos intelectuales (pese a que varios personajes forman parte del negocio editorial) y luego va derivando hacia algo más denso, perturbador y, en definitiva, siniestro. Es precisamente el desenlace lo que seguramente mayores incomodidades y debates generará entre el público, aunque también es cierto que Hernández sintoniza sin hacerlo demasiado obvio, recargado ni subrayado con estos tiempos en los que la violencia machista y las búsquedas de empoderamiento y sororidad femeninas están reconfigurando el mapa social.
Más allá de que no todos los conflictos tienen el mismo espesor dramático, la misma implicancia emocional o la misma sutileza en su resolución, Los sonámbulos es una obra de indudable maestría, inteligencia y madurez desde la puesta en escena (los planos secuencia, la cámara en mano, el uso de la luz natural, etc.) y, en especial, desde una asombrosa dirección de intérpretes (a las notables actrices y actores citados hay que sumarle a una Valeria Lois que carga en su Inés con todas las secuelas del puerperio y el amamantamiento).
Así, entre el coming-of-age con sus deseos de pubertad, sus inevitables angustias y sus ritos de iniciación; el drama familiar en el que quedan expuestas en toda su dimensión la incomunicación, la degradación (desintegración) de ciertos vínculos y las diferencias generacionales; el amor y los códigos de lealtad que afloran en una relación madre-hija; y una tensión creciente que nos permite avisorar algún estallido de violencia, Los sonámbulos encuentra recursos, hallazgos y atractivos suficientes como para mantener “despierto” al espectador.