LA INSCRIPCIÓN DE LA MIRADA
La primera escena de Los sonámbulos marca el tono e introduce el malestar que regirá su duración. No es espeluznante en sí, lo tenebroso en todo caso es lo que nunca se dice. La imagen de una chica desnuda, sonámbula, con sangre menstrual, es el anticipo de los temas que atraviesan la historia: la incomodidad, el cuerpo, los miedos, los vínculos familiares. Como ocurre en gran parte del cine contemporáneo, la única forma posible para expresar el pesar es con la cámara en mano, pegada a los personajes y planos cerrados cuya sensación de asfixia buscan corresponderse con la de los protagonistas. A medida que avanza la trama pocas cosas suceden porque todo apunta a un estallido familiar. Sólo falta quien prenda la chispa de la discordia. En una casa de campo madre, padre e hija, van a pasar año nuevo, sin embargo, la dificultad de las relaciones no tarda en hacerse presente. El sopor, la incomodidad y las molestias propias de una situación que se hace cada vez menos aguantable para Luisa (Érica Rivas) aumentan la tensión y marcan los signos recurrentes en esta clase de historias donde se describe, se diseca y se exprime al máximo esa sensación de vivir prestada en un mundo masculino y desagradable, en un orden familiar de apariencias y rituales robóticos. La centralidad del cuerpo y su cercanía con la mirada instalan un campo de interrogación, un extrañamiento ante un universo regido por códigos retrógrados. Y entonces el escenario visible (una vez más) es aquel que muestra la desapasionada relación del sujeto con el entorno y con los otros. La única preocupación de la madre es la hija y lo que le pasa mientras absorbe sus propios cambios y transita su camino en medio de todo esto. ¿Qué pasa con el tiempo de esas mujeres? La respuesta es el carácter exploratorio que propone la puesta en escena de Paula Hernández.
Lamentablemente, lo que conduce a ciertos climas genéricos vinculados con el terror, deriva en otro camino bastante trillado, sobre todo por esa huella “Martel” que asoma como una sombra determinante. Con una atmósfera opresiva a base de miradas y reproches silenciosos, todo aquello que parecía contenido estalla al final de manera similar a los episodios televisivos de la década del ochenta como Atreverse. Y si la película hace hincapié en la afección que sufren las mujeres, se vuelve afectada por tanto cálculo despojado e incorporación de clisés tan caros a la agenda del presente: el mundo es un lugar horrible del cual hay que huir de manera urgente.
Los sonámbulos se presenta como un registro sólido y técnicamente impecable. Sin embargo, obedece al imperativo conceptual antes que a otra cosa, como si cada plano pidiera a gritos ser codificado en la vivencia corporal de sus mujeres protagonistas en un tono monocorde o por lo menos compartido con gran parte de la producción cinematográfica actual que circuló en festivales como el de Mar del Plata. Reparar en esta recurrencia parece irritar a parte de una crítica atravesada por el progresismo, amiga de los y las cineastas, temerosos de ofender la corrección política de la que son esclavos. Es el mismo sector que legitima y sostiene la agenda que les conviene para ver qué cargo pueden ocupar, las nuevas estrellas del establishment que se indignan si no programan o premian a sus corderos. Por supuesto que es un problema que excede a Hernández y a su película, pero existe y allí están los acusadores para confundir las opiniones sobre cine con cruzadas que apoyan ficticiamente y que encima quieren obligar a los demás a ver y a entender las películas como ellos desean que así sea.