Los trabajos y los días es un documental de observación –y si no lo es estamos en un aprieto- cuyo planteo (el detrás de escena de una obra audiovisual) podría -solo podría- resultar interesante de no ser por lo fácil y reiterativo de su puesta en escena, así como por situaciones corrientes que no alcanzan para atrapar la atención del espectador. Juan Villegas cuenta en su haber con un puñado de films, algunos lo suficientemente buenos (Los suicidas, en realidad muy bueno) y otros, sin ir más lejos, decepcionantes (Sábado), además de varios documentales. Su filmografía se completa hacia el final con Los trabajos y los días, obra pequeña con registro naturalista de apenas una hora de duración.
El documental abre con imágenes de archivo de Gerardo Gandini, pianista y compositor, al tiempo que una inquietante puesta sonora lo suficientemente disonante genera una rara disociación para nada desdeñable; quizás lo mejor de la película. Gandini fue el impulsor del CETC (Centro de Experimentación del Teatro Colón), por lo que el documental abre y cierra con su presencia y accionar. Lo que este “relato circular” encierra es la preparación por parte de técnicos y otrora trabajadores cuya tarea es llevar a cabo el concierto In nomine lucis, una puesta audiovisual lúgubre y enigmática.
El gran problema con Los trabajos… no es tanto la distancia en que se posiciona la cámara sino la chata textura con que expone sus imágenes, siempre quietas en función de los mismos planos (abundan, por ejemplo, los planos generales) concatenados uno tras otro sin decir demasiado en las acciones que retratan, y cuya reiteración nos hace pensar si realmente había ganas en el asunto. El documental de observación no se caracteriza por una organización narrativa sino más bien por una continuidad espaciotemporal donde la cámara hace del director más un espectador que un autor, aunque en este subgénero (llamémoslo así) al menos suele advertirse una intención por tomar los hechos que desnuda y formular una revelación o alguna peculiaridad que genere interés. Acá hay una idea, sí, pero desaprovechada en pos de caer en este tipo de formalidad tan poco personal. Si la cámara nos permitiese meternos entre los personajes, indagar en sus problemas, realzar situaciones que valoren el accionar y el profesionalismo de los técnicos y especialistas, entonces la cosa sería distinta. Tal vez Villegas pifió no en el “qué” sino en el “cómo”. Un documental donde explore de manera más orgánica, más sanguínea, y no tan distante y fría habría sido, acaso, lo ideal.
Teniendo en cuenta que lo más complicado involucra un contratiempo con… unos almohadones y unas reposeras, podemos hacernos una idea de que no había demasiado para decir sobre el asunto sin caer en un espiral de tedio. Acá hay personas empujando carritos o conversando por los colores de la gelatina de las luces, mujeres que hablan por teléfono, algún que otro personal de limpieza barriendo… La sensación de que una obra está por venir, de que el tiempo aploma, brilla por su ausencia. Cuando finalmente eso ocurre, dan ganas de tomar uno de los cojines regados por todo el público y darse una siesta en la oscuridad del show.