En una de las primeras escenas de El desprecio de Jean-Luc Godard, Fritz Lang -que hace de sí mismo, con su parche y su apostura-explica con paciencia la mitología que danza en esas imágenes de dioses pintados y paisajes de Capri que le muestra a su escéptico productor Jack Palance. El oficio del Lang que recrea Godard consiste en condensar el alma de la poesía de Homero en la materia de la experiencia cinematográfica, en la precisión del travelling que dirige en la última escena y en el cuerpo de Brigitte Bardot lanzada al mar.
Juan Villegas también lidia con una mitología, aunque pueda parecer de otro orden. Es el concepto musical gestado por el Centro Experimental del Teatro Colón y su creador, Gerardo Gandini, que cobró cuerpo en el sótano del teatro, en la mística de ese territorio habitado por los sonidos y sus secretos espectadores. Allí, desde hace 25 años, se conjugan todas las tareas, las espirituales y las mundanas: el ensayo de una orquesta con la compra de almohadones negros para ubicar a los espectadores, la medida justa de una luminaria con la escritura del texto perfecto para convencer a un funcionario. Los dilemas del arte y la burocracia se entremezclan sin distinciones, formando el cuerpo de una experiencia vital escondido bajo el brillo de su resultado estético.
Con los padrinazgos del poema de Hesíodo, del que toma prestado su nombre, y de Rafael Filippelli, al que dedica cita y homenaje, Villegas construye plano a plano, con el arte único de su encuadre, el trabajo paciente y minucioso detrás de la música contemporánea del CETC, esa que nace de las profundidades para elevarse hasta el Olimpo.