Confieso que esta no me la veía venir. Que se hayan reciclado series de TV para versionarlas en el séptimo arte no es novedad. Hubo pruebas horribles como “Los vengadores” (1997), la serie inglesa con Patrick McNee, o “Perdidos en el espacio” (1998); otras mediocres como “Hechizada” (2005) o “Starsky y Hutch” (2004); productos bien realizados que proponían algo nuevo como “Los locos Addams” (1991), o la excelente y última adaptación de “El Planeta de los simios” (2011).
Pero en casi ningún caso se probó con series tan arraigadas en el público y con tantos años en la pantalla, más de 50 desde su primera emisión sin contar las proyecciones en cine. Gracias a las repeticiones y éxito de audiencia, fue la TV la que obvió el traspasamiento generacional que va de zapping de padre a zapping de hijo. Los tres chiflados han estado siempre, mañana, mediodía o tarde, lo suficiente como para que hasta los más chicos ubiquen a Curly, Larry y Moe, es decir que será muy poca, poquísima, la gente que en la Argentina vea esta versión desconociendo de qué se trata. Un arma de doble filo, con su pro y su contra, porque automáticamente uno va a “probar” fundamentalmente dos cosas: el grado de fidelidad para con el espíritu de la serie, y el grado de parecido entre los nuevos y los viejos actores, sin dejar de lado el despliegue físico y gestual.
Cada uno se llevará su impresión al respecto. Lo cierto es que por intentar ser literales los hermanos Peter y Bob Farrelly, en su décimo segunda película, caen en un argumento simple y demasiado extenso, aún habiéndolo dividido literalmente en cuatro capítulos de unos veintipico de minutos con presentación y todo.
En su conjunto cuentan la historia de tres hermanos que son abandonados en un orfanato dirigido por monjas. Crecen, nunca son adoptados, y ya adultos enfrentan la posibilidad del cierre de la institución “por la crisis del país” (el mejor chiste del film), a menos que se consiga X suma de dinero antes de X días. Adivine quienes lo intentan y como termina la historia.
Las dosis de humor están dadas por algunos diálogos que intentan ser ingeniosos, pero todo recae específicamente en los clásicos piquetes de ojo, ladridos de Curly, golpes en la cabeza con todo tipo de objetos y caídas de muñecos que luego, por montaje y continuidad de los actores, se recuperan y siguen. Por supuesto que se recurrió a toda la sonoteca clásica de efectos de la serie, más para ayudar al espectador en su proceso de conexión con los cortos de TV que por ser graciosos, pero hasta en esto falta algo porque, por ejemplo, el sonido característico de los pasos (otrora hechos con tacos de madera golpeando una mesa) no están.
Así llegamos a la conclusión que los directores no parecen haberse preguntado cuanto de todo el mundo de “Los tres chiflados” funcionaría cinematográficamente. Más bien parece el resultado de discutir qué cosas no podían faltar, independientemente de su conveniencia.
Un párrafo aparte merecen los actores Sean Hayes (Larry), WillSasso (Curly) y Chris Diamantopoulos (Moe). Tienen mucho de clown y una capacidad de imitación asombrosa con todos los gestos y movimientos de los originales. Realmente este trabajo es lo más destacable de una realización que por un lado los utiliza apenas para cumplir, y por otro peca demasiado de ir a lo seguro en lugar de animarse a probar variantes.
Por último, es importante mencionar un acto de nobleza, y a la vez absolutamente desconectado, de un hecho artístico: luego sobre casi el final de los títulos, dirigido especialmente a los más chicos, como todo en esta producción, en un plano general muestra a sus directores Bob Farrely y Peter Farrelly frente a una mesa, donde están todos los objetos con los que el elenco se propina golpes, y uno de ellos toma un martillo y muestra a cámara que es de goma. Que no hacen daño y que bajo ningún aspecto los chicos deben copiar los actos que acaban de ver. El cine fuera del cine para bajar línea directa y de paso evitar juicios, claro.