Un retrato de familia elevado al grotesco
Una mujer utiliza sus supuestos últimos días para manipular y tiranizar a sus parientes. Humor negro y risa asordinada en lo nuevo de un comediógrafo notable pero poco conocido.
Alex van Warmerdam es un realizador holandés poco conocido fuera de Holanda. Es una pena absoluta, porque se trata de un comediógrafo original, uno de esos “raros” que hacen el cine que se les antoja, con un estilo propio y una mirada única respecto del mundo. Lo suyo es –si hay que definirlo de alguna manera– el humor negro en ambiente colorido. Sus películas obligan a una risa extraña y extrañada que surge de lo cruel; pero esa crueldad no se muestra con imágenes sórdidas sino amplias, bellas, tersas. Detrás de la amabilidad, el amor al prójimo y las buenas maneras, Warmerdam –también actor, frecuente protagonista de sus films– encuentra la maldad y el nihilismo más efectivos. Los últimos días de Emma Blank no es una excepción. El motor es simple: Emma está, aparentemente, en sus últimos días. Tiene alrededor a varios sirvientes. Poco a poco, descubrimos que en realidad son su familia y que Emma utiliza su enfermedad como una forma de manipularlos. Como siempre en los films de Warmerdam, el estilo abunda en planos fijos de una aparente normalidad, entre los que se cuela algún elemento perturbador, raro, extraordinario o –es lo más frecuente– grotesco. Ese constante desequilibrio va acercando sus films a cierto surrealismo y a la comicidad en sordina del Jacques Tati de Playtime. Es lo mismo que sucedía en sus otros dos films estrenados en nuestro país: Abel (1986) y Ménage à trois (1998, estrenado en 2001, absurdo nombre para el más directo El pequeño Tony), o en Grimm, locura de 2003 que transformaba el cuento de Hansel y Gretel en un incestuoso film noir con final de western –y mayordomo interpretado en holandés por Ulises Dumont–. En todas esas películas, latía la idea de que algo extraño se esconde detrás de lo que vemos como absolutamente normal. En Los últimos días..., además, la mirada sobre cierta burguesía europea adquiere ribetes mucho más precisos que en films anteriores, como si Warmerdam quisiera ser menos lateral y un poco más literal. El grado de absurdo aquí va creciendo, especialmente porque el realizador no se queda con la mera exploración de la situación inicial sino que va entretejiendo una trama de amores y relaciones cruzadas entre los parientes, que van de lo erótico a lo absurdo. Hay, en este film, algo del espíritu del Buñuel francés, de aquel –especialmente– de El discreto encanto de la burguesía. Aunque Warmerdam es mucho menos radical tanto en la puesta como la historia, su gran mérito consiste en ir a fondo en cada situación: una vez que eligió el punto de partida, sabe que el camino, por absurdo que fuere, lleva a un lugar preciso, y hacia allí se encamina. Es cierto: no todo el humor funciona igual y algunos elementos se tornan repetitivos o –peor– demasiado ostensiblemente cerebrales. Pero el cóctel de transformar el cine en una máquina del absurdo funciona bien. Y genera la risa, asordinada, de descubrir algo nuevo.