Sin lugar para los Coen
No es casual que el primer diálogo de Los últimos románticos invoque una referencia al universo de los hermanos Coen: el segundo largometraje del uruguayo Gabriel Drak absorbe y recrea temas y tonos de ciertas películas de los directores de Sin lugar para los débiles. Esa ascendencia/homenaje, sin embargo, será apenas epidérmica. “En algún lugar del Río de la Plata”, reza una placa al comienzo de la proyección, aunque la historia va a transcurrir en un sitio imaginario de la costa marítima (las locaciones reales pertenecen al país vecino, la geografía ficcional es indiscernible). Allí, en un pueblito perdido que apenas si acomoda a un puñado de turistas durante el verano, viven Perro y Gordo, dos perdedores y fumones empedernidos que sobreviven con sus precarios trabajos como corta pastos y sereno de un hotel en desuso, respectivamente. Amén del amoroso cultivo (música de Bach incluida) de un grupo de plantitas de marihuana. Nestor Guzzini (Mr Kaplan, El 5 de Talleres) y Juan Minujín –ejemplo primordial de un reparto oriundo de ambas orillas rioplatenses– encarnan a los protagonistas con rasgos y pinceladas de la comedia popular: vagos aunque entradores, torpes pero confiados en sus virtudes, cinematográficamente carismáticos.
Tampoco parece azaroso que los muchachotes (soltero el Gordo; esposo y padre de dos chicos, aunque a los ponchazos, el otro) sueñen con escribir un guion exitoso que no parece ir para ningún lado, al margen de su rimbombante título. Drak enlaza su película en el largo collar de las buddy-movies y las comedias policiales y aquello que, en principio, parece un acercamiento al costumbrismo local se desliza velozmente hacia una trama de golpes de suerte, botines, intrigas, lealtades y, por supuesto, todo lo contrario. La situación se complica con la aparición de un tercer personaje que el film presenta desde un primer momento, gracias a las bondades del montaje paralelo: un detective obligado a recluirse en Pueblo Grande (otra de las ironías del guion) luego de una desavenencia con su jefe en la fuerza policial. El carácter derivativo, tanto del relato como de la construcción y evolución de los personajes, es evidente al punto de resultar problemático y la lucha de la dupla Minujín/Guzzini por aportarle carácter y musculatura a sus criaturas resulta por ello aún más notable.
El inconveniente esencial de la creación de Drak –exdirector publicitario de larga trayectoria internacional– es la falta de tensión dramática, un escollo que, a pesar de la constante sucesión de causas y efectos, atenta contra la aparición de cualquier clase de emoción. La representación en pantalla de dichos y hechos -tan funcionales a la trama como esquemáticos en su resolución- casi nunca logran superar el estadio del esbozo. Sobre el final, Los últimos románticos intenta salvar el juego con una serie de vueltas de tuerca y revelaciones ocultas, pero el deseo de erigir algo similar a una mirada bañada en misantropía (esa gruesa cobertura que los Coen han pulido hasta sacarle brillo) no llega mucho más allá de la caricatura superficial.