Los últimos románticos, dirigida por Gabriel Drak, comienza con una escena que será el epítome del metraje: dos hombres adultos -en apariencia, pues en verdad son irritantemente bobos- balbucean, entre porros, algunas trivialidades sobre sus trabajos y una referencia carente de sentido o resignificación de No Country for Old Men, el film de los hermanos Coen. Agregan algo sobre la escritura de un guión, aunque pareciera ser más un capricho autoral que una necesidad de los personajes. Están sentados en dos rocas que sobresalen del río; sabemos que el lugar donde se desarrolla la historia es un tal “Pueblo Grande”, aunque la película es ostensiblemente ambigua respecto de su ubicación exacta (el film se nos introduce con una placa que reza “en algún lugar del Río de la Plata”).
Si queremos empezar a entender los temas de un film, las simetrías y los conflictos que va a tratar, resulta prudente analizar las primeras imágenes, los primeros diálogos, los primeros movimientos de cámara. Allí, con algo de suerte, encontraremos todas las semillas que el autor, si es tal, quiere hacer florecer durante su obra. En el caso de Los últimos románticos, esto ocurre pero a la inversa: vemos, de entrada, todas las falencias que desnudará más adelante.
Primero, el film de Drak reflota uno de los grandes males del cine argentino de los últimos treinta años, que es la incapacidad de escribir diálogos adecuados: es una película mal hablada. Hay una escena particularmente pobre, en la que un comisario despechado es llamado por el superior a su oficina e intercambian palabras sin un gramo de gracia, sin un ápice de presteza dialogística. También se insulta mucho, y sin sentido, otro de los defectos cinematográficos rioplatenses: las puteadas procuran funcionar como chistes en sí mismos, como si tuviesen una especie de gracia intrínseca. En este caso no solo se abusa del insulto sino que se parte del golpe de efecto, sin simpatía alguna.
Mencionamos que los personajes se encuentran escribiendo un guión cinematográfico, una comedia negra (como pretende ser esta obra). Sin embargo, este valor de los personajes no se resignifica ni tampoco vuelve a la trama como un hecho importante: nunca vemos a los protagonistas (Perro y Gordo) desarrollarlo y cuando se habla del tema, siempre su uso argumental es banal.
Por otro lado, esa ambigüedad respecto de la geografía diegética se traslada al campo de la trama: hay una indecisión constante sobre los hechos que narra, lo que deriva en un cualquiercosismo algo hartante. Por momentos, el film es una comedia (hay un solo chiste que funciona, pero por sí mismo y no por contexto: “ahórrele el sufrimiento”… El lector que no ha visto el film quizás incluso se ría), por momentos un thriller, por momentos un drama y por otros, un policial. Estos cambios de género, de tono, son sumamente arbitrarios.
Los personajes resultan también bastante chatos: Perro es un eterno adolescente que en ningún momento admite redención mientras que el detective es un sexagenario irritante cuyas habilidades detectivescas son una incógnita para el espectador. Una vuelta de tuerca al final quiere alterar un mundo que nunca se fijó del todo; en parte por la indecisión, en parte por la inhabilidad narrativa.