La gran contradicción de éste filme es que, a primera vista, y desde las primeras imágenes, es que apunta a concientizar al espectador sobre los peligros inminentes a los que está siendo llevada la humanidad por los poderes de turno. Clara y simultáneamente, por problemas intrínsecos de construcción, termina eredándose sin saber bien qué es lo primordial del mismo. Si la denuncia, la historia de amor, la resurrección del arrepentido, la guerra del agua, la razón personal e intima del joven coprotagonista, o no. Tampoco queda claro si el futuro por el que pelear es simbolizado en la llegada de su primer hijo.
Manifiestamente se instala lo que será, según la narración, un futuro cercano con la guerra por el agua.
No existe en el planeta demasiado reservorio de agua potable y hacia eso apunta el texto. La falta de conciencia en la explotación de la tierra y los recursos humanos, denunciando a la vez, qué es la prepotencia y la impunidad de los poderosos.
Todo estaría muy bien si en lo referente a la construcción no produjera tanta confusión, con varias historias entrecruzadas constituyéndose en sendas tramas, pero no hay una definición sobre cuál es la principal y cuales las subtramas. Todo aparece muy enredado por cambios de punto de vista de la narración, entrada y salida de los personajes con vuelta a los actanciales, que por momentos también circulan a la deriva
En una época post apocaliptica, en algún lugar del desierto del altiplano, los protagonistas, una joven pareja, Pedro (Peter Lanzani) y Yaku (Juana Burga), viven en un campo de refugiados durante la Guerra del Agua. Pedro desea encontrar a su padre que lo abandonó siendo niño, sabe que vive en Iquique, Chile, pero al enterarse del embarazo de su pareja la decisión de irse se precipita intentando escapar al mar en busca de un mejor futuro para su hijo.
Para ello inician una travesía por kilómetros de terreno desértico y devastado por la explotación industrial, encontrándose con un desalmado contratista particular, dueño de su propio ejercito, en el que su general le responde sin titubear. Alejandro Awada y Luis Machin les ponen el cuerpo a sendos personajes.
Sin embargo el cruce que hará un cambio en la narración es con Ruiz (Germán Palacios) un corresponsal de guerra olvidado de sí mismo y que, vaya uno a saber por qué, se ve reflejado especularmente en la pareja.
La producción posee demasiadas buenas intenciones y demasiadas ideas, todas juntas, como que el director no tendrá otra oportunidad para decir lo que tiene para decir. ¿Se entiende?
Denuncias, intromisión de gobiernos extranjeros, explotación humana, hasta se da tiempo a presentar a los médicos sin frontera en el cuerpo de la Dra. Ortega (Natalia Oreiro), quien contribuye a que Ruiz vuelva por sus fueros.
Es todo un placer ver el crecimiento actoral de la siempre bella Natalia, pero su personaje no influye en lo narrado ni en el conflicto a desarrollar.
Así es todo en esta realización, de neto corte internacional, en el que la dirección de arte, la fotografía y las actuaciones son de lo mejor.
Lástima el resultado final global, podría haber superado la medianía en la que se empantana.